Leo miraba pensativamente hacia la pared blanca que tenía frente a sí del otro lado de la sala. Tenía el entrecejo arrugado como si estuviera rumiando un gran problema por resolver. No era para menos. Pensaba en todos los trastornos que vendrían de ahora en más. La cuenta del hospital y los mil formularios que tendría que llenar para ver si su seguro de salud iba a reconocer algo de la deuda; los interminables trámites ante la compañía donde había rentado el automóvil que resultara destrozado. Menos mal que por unos pocos pesos más al día, había tomado todos los seguros que le ofrecieron en la agencia para cubrir una eventualidad como ésta. Pero de las denuncias, las declaraciones juradas, los certificados y un sinfin de formularios y planillas a llenar no se salvaba.
Pero ¡Hey! Estaba vivo que no era poco. Eso sí, le dolía hasta el apellido. Tenía el brazo izquierdo roto en cabestrillo, una gran venda en la mitad afeitada de la cabeza que le cubría los veintisiete puntos de sutura recibidos y decenas de moretones azules esparcidos por todo el cuerpo, el más grande de los cuales lo tenía en la parte derecha de la cadera y le molestaba bastante a pesar los analgésicos que le habían suministrado. La ropa que tenía puesta estaba desgarrada en varios lugares y también sucia y manchada.
Su mujer Cristina, no había sido tan afortunada. Aunque ya le habían dicho que se hallaba fuera de peligro había sufrido, como él, múltiples contusiones, pero la falta de una regulación apropiada en su cinturón de seguridad, hizo que su cara chocara con excesiva violencia contra la bolsa de aire. El golpe fue muy fuerte y estaban evaluando su gravedad con varios estudios que le practicaban en ese momento.
Para colmo de complicaciones estaban paseando en Uruguay, donde no conocían a nadie. Leo no quiso avisar a nadie todavía en Buenos Aires para no alarmar de gusto a los familiares de ninguno de los dos, especialmente antes de saber con certeza la seriedad de las lesiones de Cristina.
Sus pensamientos ahora pasaron de la preocupación a la bronca. ¡Que accidente tan estúpido!¡No podía creer que hubiese perdido de esa forma el control del auto! Rebobinó los hechos hasta cuando se dirigía manejando por la ruta once de Canelones a Piriápolis, un trajecto relativamente corto.
Cristina a su lado, como de costumbre hablándole todo el tiempo, le impedía pensar con claridad y concentrarse en el mapa que le indicaba como entrar correctamente para dirigirse a las hermosas playas. “Que tu mamá tendría que iniciar pronto la sucesión de las propiedades, yo no se qué está esperando con la edad que tiene y si pasa cualquier cosa después tendremos que gastar el doble para hacer toda esa papelería con la escribana. Tu hermana, sí, tu hermana, tendría que hablar un poco menos y hacer un poco más, especialmente cuando en las fiestas de fin de año se le va la mano con el vino espumante y despotrica contra todo el mundo, como si ella fuera perfecta, y con los cuernos que tiene la pobre! Y Antonella, ella tendría que dejar a ese muchacho carilindo con el que está saliendo, que no sirve para nada y buscarse alguien más de acuerdo con su condición de estudiante universitaria, que dicho sea de paso, no le va a servir de mucho cuando se reciba porque esa carrera no tiene salida laboral ¿Te fijaste?...” Continuaba Cristina alentada por el silencio de Leo, que ella confundía con atención.
Al llegar a un punto crucial del camino, él le pidió silencio por unos segundos para consultar de reojo el mapa y recibió un severo reto por desviar los ojos de la ruta. Entonces, ambos quisieron apoderarse al mismo tiempo del mapa que se encontraba sobre la consola en medio de los dos asientos y forcejearon por él unos instantes como chiquilines. Cuando Leo levantó la vista otra vez, iban derechito hacia la cuneta de ese lado del camino. Trató de corregir bruscamente la trajectoria del vehículo, pero lo único que logró fue que éste empezara a dar varios vuelcos sobre sí mismo, hasta detenerse con las ruedas para arriba en un pastizal al costado de la ruta. Por suerte nadie mas que ellos se vió involucrado en el accidente. Algún buen samaritano que pasaba llamó a la policía y la ambulancia y ahora allí estaba, en una sala de espera del hospital público de Piriápolis.
Leo se acomodó en la silla lo mejor que pudo, apoyó la cabeza suavemente en el respaldo y cerró los ojos. El efecto de los sedantes se estaba haciendo sentir.
Cuando despertó sobresaltado, pués sintió que alguien le sacudía el hombro con delicadeza, tenía a un médico a su lado. Le tomó unos segundos despejar las brumas de su inconsciencia y enfocar debidamente con los ojos a la figura que estaba parada frente a sí. Escuchó que le preguntaban:
“¿Señor Rodríguez?”
“Si..., si soy yo” Respondió Leo, incorporándose todavía un poco aturdido.
“Quería hablarle de su señora Cristina. No se preocupe porque todo esta bien, no habrá complicaciones en la recuperación de sus lesiones, pero...hay una cuestión que debo comunicarle antes que pueda entrar a verla”
“Escucho” Dijo Leo, ahora totalmente alerta e intrigado por la actitud nerviosa del galeno.
“Bueno, sucede que cuando ella impactó la bolsa de aire con su cara, quizás por un acto reflejo, quizás por el susto, no sabemos, tenía la lengua afuera y ésta fue casi en su totalidad cercenada por sus propios dientes. No pudimos hacer nada para reinsertarla. De ahora en más, ella será muda” Comunicó compungido el doctor.
Leo miró hacia el piso y así permaneció por varios segundos. Después, su cuerpo se sacudió convulsivamente varias veces a intervalos cortos, lo que el médico uruguayo tomó como llanto.
De pronto, se incorporó bruscamente con una sonrisa radiante en el rostro, abrazó al doctor fuertemente con su brazo sano, le plantó un sonoro beso en la mejilla, y empezó a alejarse, casi a paso de baile por el pasillo, mientras le decía por sobre el hombro al médico que lo miraba totalmente desconcertado:
“¡Gracias..., gracias doc! ¡¡Le debo unaaa...!!”
viernes, 2 de julio de 2010
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