martes, 29 de junio de 2010

El Afortunado Desliz de Leonardo

Cada vez estoy más convencido de que jamás debí haber aceptado esa imposición. Y menos así, de esa forma compulsiva y vergonzosa. No es justo para mí, para mi prestigio, ni para la imágen que sobre mi persona tienen mis seguidores, y, sobre todo, mis discípulos. No creo tener el valor, hoy día, de poder mirar francamente a los ojos de Giovanni, Ambrogio, Andrea o mi querido y fiel Salai.
Para poder atraer las caprichosas musas de la inspiración creativa, mi mente debe estar serena. No puedo permitirme el lujo de dedicar tiempo a cosas nimias. Ya estoy viejo. Muy viejo. Y tiempo es lo que no tengo en abundancia. De buena gana hubiese elegido una muerte rápida y digna antes de comprometer toda una vida de trabajo arduo.
Gracias al temple con que Dios me dotó, pude sobreponerme a la ignominia de ser hijo ilegítimo y recibir una educación aceptable para intentar saciar esta perenne sed de inventiva, de la que mi mente parece estar gravemente afectada. Pude navegar indemne entre cambios radicales de poder, entre perniciosos egos de estatura descomunal, pestes, guerras, un injusto juicio difamatorio contra mi hombría y, ¿Todo para qué...? Para terminar cediendo débilmente a un amor prohibido en mis años de mayor sabiduría, entremezclada con una tremenda estupidez. Es curioso ver como el paso del tiempo ablanda el sólido espíritu de un hombre.
Nunca hubiese querido regresar a Florencia después de veinte años de ausencia, pero así me obligaron circunstancias que me eran imposible dominar. Sólo mi buen nombre y la fama que le precedía me evitaron comenzar todo de nuevo. Pero la adulación y el lisonjeo gratuito de los poderosos son malos referentes. ¿Acaso no lo sabía? Yo, que puedo razonar con relativa facilidad, entre otras, las disciplinas de dibujo, pintura, escultura, matemáticas, geometría, ingeniería, arquitectura, anatomía. ¿No pude ver venir el agridulce riesgo de ese flirteo desenfadado?
Entonces y sólo entonces, dejé de ser el sabio artista que muchos dicen que soy, para adquirir la más humana condición de un hombre viejo necesitado de cariño. Un hombre a quien el arte y la ciencia le consumieron sus mejores años y esfuerzos en pos de una perdurabilidad inmortal, pero a costa de un simple y terrible precio: La desidia del amor.
Nada pudo prepararme para ese ataque artero al corazón. Ninguno de mis conocimientos u oficios me sirvieron para armarle un blindaje efectivo a mi líbido tan postergada, que yo imaginaba muerta, cuando sólo estaba adormecida y expectante después de tanto tiempo.
Mis mejores trabajos, o por lo menos aquellos mejor remunerados, fueron por encargo del clero y beatos particulares con suficiente poder económico como para comprar tierras y cielos. Hoy me inclino a pensar que mi total dedicación al arte y las fuertes influencias religiosas que recibí, fueron en gran medida las responsables de anestesiar mi instinto.
En los círculos que frecuento, muchas veces a pesar de mi voluntad, las reuniones sociales son inevitables. Los buenos contactos culturales son fuente permanente de trabajo e ingresos, aún cuando en algunas ocasiones se deba sacrificar un poco la creatividad en favor de las extravagancias del cliente.
Así fue como una fatídica tarde de primavera que jamás habré de olvidar, conocí al rico mercader Francesco Bartolomeo del Giocondo y su esposa Lisa Gherardini en una tertulia palaciega.
Al poco rato de haber sido presentados por amigos comunes, nuestra conversación se centró, copas mediante, sobre diversas generalidades del arte pictórico. La señora Lisa, jóven todavía, aunque sin poseer una belleza descollante, comenzó a mostrarse un tanto aburrida de nuestra cháchara. Se alejó unos pasos, con cortés disimulo, hasta situarse a espaldas de su marido. Y entonces, se dió a la mortificante tarea de dirigirme sugestivas miradas de inconfundible insinuación.
Bastante turbado, me era muy difícil seguir el hilo de nuestra charla con don Francesco en forma coherente. Por suerte, el mercader era bastante apasionado en sus opiniones y en el entusiasmo de la discusión no pareció notar mi desconcierto.
Al cabo, se fueron agregando otras personas a nuestro grupo, permitiéndome así, de cuando en cuando, lanzar fugaces miradas por sobre los hombros del comerciante hacia su audaz esposa.
Como dije anteriormente, sus facciones no eran precisamente hermosas, pero sí tenía una sonrisa de particular encanto para destacar. Y una mirada atrevida e irónica.
Don Francesco, habiendo ya manifestado su gran admiración por mi trabajo, fue derivando hábilmente la charla hacia su ferviente deseo de contratar mis servicios para pintar un retrato de su mujer. Me negué cortez pero terminantemente, aduciendo, lo cual era real, compromisos ya asumidos y mi lucha contra el tiempo, siempre escaso. Aunque yo bien sabía que en realidad no me interesaba la tarea. Estaba habituado a otra clase de trabajos con mayor implicancia artística, como escenas bíblicas o paisajes. Ciertamente no me atraía la idea de pasarme semanas pintando la imágen vulgar de una mujer, cuya única notoriedad era una fortuna amasada por los aciertos mercantiles de su esposo.
Pero el mercader no era hombre de aceptar dócilmente la derrota. Después de esa velada, vino a visitarme varias tardes a mi atelier, donde él intentaba convencerme de aceptar su encargo con zalamerías y tentadoras ofertas monetarias y yo persistía en mi negativa, mostrando como justificación y prueba inapelable, la cantidad de obras inconclusas que allí yacían por doquier.
Entonces fue la jóven Lisa quien empezó a frecuentar mi taller, interesada segun decía, en mi original novel técnica pictórica del sfumato, que la fascinaba. Luego de mi reticencia inicial, reconozco que me sentí gratamente sorprendido por sus conocimientos sobre arte, dada su mocedad. Tenía esa manera delicada y musical al hablar, tan contraria a la de su marido, acompañada por la instigadora mirada de sus ojos oscuros y la enigmática dulce intriga de su sonrisa, siempre presente en el rostro.
Con paciencia y dulzura me fue ganando poco a poco. Jamás hizo mención al pedido de un retrato. Sólo se limitaba a darme conversación cuando yo lo deseaba, opinar con acierto sobre algún que otro detalle que su óptica juvenil podía señalar sin ofenderme, o simplemente observarme trabajar en respetuoso silencio. Mi duro corazón disciplinado se convirtió en dúctil arcilla en sus suaves manos. Hasta que irremediablemente enloquecí de un furioso sentimiento de amor hasta entonces por mí desconocido, y le imploré que sus visitas fueran diarias, pués no lograba trabajar sin ella.
No creo que a ninguno de nuestros allegados, tiempo después, le haya sorprendido verdaderamente la noticia de su preñez. Quizás un poco a don Francesco, quien se enteró de la mala nueva al regresar de un largo viaje de negocios. Por fortuna, el asunto fue manejado con reservada discreción, sin desmanes ni escándalos, aunque con la obvia amarga decepción que mi injustificable conducta provocara.
No hubo juicio, ni destierro, ni muerte resarcitoria, que hubiese gratamente preferido, para lavar el honor tan seriamente manchado de la afectada y su esposo. Sólo recuerdo vagamente que se acordó seguir adelante con el embarazo, cuyo producto gozaría del generoso reconocimiento de la paternidad de don Francesco, y que yo debía documentar mi terrible falta, para conocimiento de la humanidad, retratando a Lisa en su presente estado, sobre un panel de álamo.
Mis súplicas de oposición fueron vanas. Mis razones desoídas o ignoradas. Comprendía que había sido atrapado por mi propia debilidad y debía complacer.
Pobre de mi, con toda una vida sobre mis espaldas en la búsqueda constante de la perfección, plasmando clásicas escenas que ahora adornan los más distinguidos vestíbulos del mundo civilizado, con exquisitez y maestría. Así condenado a pintar un retrato común, de una mujer sin gloria, con las manos apoyadas sobre su abdomen abultado por obra y gracia de mi insensatez.
Sólo me queda como consuelo suponer que algo tan vulgar no sobrevivirá al tiempo. Que en unos pocos años, luego que esa insignificante obra sea perdida y olvidada, mi nombre se verá libre de todo escarnio y que nadie, absolutamente nadie, habrá de recordar a La Gioconda.

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4 comentarios:

  1. Fobio, enhorabuena! este Leonardo solo podía ser tuyo!...
    buenísimo!. Abrazos! ML

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  2. Gracias, querida amiga. Abrazos de vuelta

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  3. Hola Muchacho! Un Desliz de maravilla! Un gustazo tenerte cerquita!!

    Te dejo un abrazo!

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  4. Gracias Sandra. Un fuerte abrazo,
    Jose

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