Esos días de Julio en la oficina parecían no llegar nunca a su fin. Sus horas se arrastraban tan lenta como exasperantemente. Y esas jornadas en el gélido invierno porteño eran tan cortas que el grupo llegaba a trabajar de noche y estaba nuevamente oscuro un buen rato antes de la hora de salida.
Para colmo la oficina se hallaba ubicada en el microcentro de la capital, donde debido a la altura de los edificios y la angostura de las viejas calles, sólo atisbaban la claridad del sol apenas un par de horas cada día. Eso sí que era trabajar de sol a sol, literalmente, aunque fuesen las mismas ocho horas de siempre.
La tarea de telemarketing era verdaderamente ingrata. A la gente hoy en día ya no se le puede vender casi nada por teléfono. Claro que todavía quedan algunos inocentes despistados, pero pertenecen a una especie en rápida vía de extinción. Eso de pasarse todo el santo día con el auricular pegado entre el hombro y la oreja para recibir negativa tras negativa y algún que otro comentario sarcástico o maleducado, era muy desalentador.
Muy a las perdidas se conseguía la oportunidad de alguna visita demostrativa. Una venta directa era verdaderamente un acontecimiento de manifiesta rareza. Salvo para el maricón de Guido, que parecía no tener inconveniente en concretar dos o tres por día.
Los otros cuatro miembros del staff, todos hombres, ya habían probado todo ardid imaginable para frenar su ritmo inalcanzable de ventas. Le habían suplido las listas telefónicas de los lugares menos recomendables para el mercadeo. Los sectores de la población más carenciados. Los números de personas que trabajaban en fábrica doce horas diarias en turnos rotativos, y que nunca se sabía cuando iban a estar en sus casas y cuando no. Sin ambargo, el maldito afeminado, con sus moditos tersos y su capacidad de escuchar sin interrumpir y de decir las cosas justas en los momentos apropiados, seguía vendiendo y consiguiendo entrevistas día tras día.
El nunca se quejaba. Aceptaba cada mañana los listados que le entregaban de buena gana y seguidamente comenzaba a llamar con gran entusiasmo. Muchas veces desperdiciaba valiosos minutos prestando un oído amigo a los problemas de gente que sabía positivamente no compraría nada, por lo menos esa vez. Pero quizás esa misma actitud era la que lo diferenciaba del resto. Eso y su perceptiva sensibilidad como interlocutor y primordialmente, como vendedor.
Los otros empleados de la oficina lo detestaban e ignoraban abiertamente, sin ofrecer ninguna demostración de compañerismo o el más mínimo gesto de civilidad. Guido era claramente amanerado. Y aunque nadie nunca tuvo nada que reprocharle en su trabajo, su condición de homosexual parecía incomodar terriblemente a sus compañeros. Tal vez tuviese algo que ver también su impresionante récord de ventas. O posiblemente ambas cosas juntas.
No pasaba un día en que no se hicieran bromas en alta voz ostensiblemente procaces sobre maricas, o aluciones degradantes para los que no tuviesen las mismas preferencias sexuales que aquella cerrada hermandad de padrillos de oficina.
Pero Guido nunca parecía molestarse o escucharlos. El seguía imperturbable tachando nombres y números de su lista. Y mucho más a menudo que el resto, circulando con su bolígrafo una línea de datos, para indicar que una venta había sido realizada o una entrevista asegurada.
La cuestión era que por esas cosas tan inexplicables de la naturaleza del comportamiento humano, Guido era un paria en el pequeño grupo y esa situación no tenía visos de cambiar alguna vez.
Todas las tardes al dejar la oficina, Manuel ya sabía que Guido se dirigía a la misma estación del subterráneo donde él tomaba el tren de vuelta a su departamento. Sólo por eso, prefería quedarse a tomar un café con los otros muchachos en un bar de la planta baja, para dilatar unos minutos su regreso. Como si la posibilidad de compartir el mismo vagón con ese marcha atrás, fuese demasiado después de tenerlo cerca durante ocho horas en el trabajo.
Una tarde de jueves particularmente fría en la que se hallaba muy resfriado, Manuel decidió volver directamente a su casa después del trabajo, salteando su habitual escala en el bar. Lo reconfortaba pensar que se tomaría un té muy caliente con limón y aspirinas, para luego irse a acostar bien temprano.
Cuando bajó a la estación del subte, el andén estaba totalmente colmado. Sabía que Guido tenía que estar por ahí, esperando el mismo tren, pero su malestar congestivo era más sufrible en ese momento que su homofobia crónica.
El lugar estaba atestado. Era una masa infinita de cuerpos, cuya meta también era retornar a ese espacio que cada uno de ellos llamaba hogar. Manuel se ubicó como pudo en un espacio muy reducido al filo de la plataforma, totalmente rodeado de gente. En la cavernosa acústica de la estación, se escuchó a la distancia el apagado trueno de un tren que se aproximaba por el túnel. Justo en ese momento, una jóven madre cuyo crío lloraba y pataleaba incontrolablemente para ser alzado, se agachó precipitadamente para tomarlo en sus brazos. El inesperado culazo que Manuel recibió en su cadera lo tomó por sorpresa y lo hizo trastabillar. Al querer dar un paso para recuperar su equilibrio, su pié sólo encontró el vacío y cayó aparatosamente sobre las vías un metro y medio más abajo.
El tren ya había salido de la curva previa a la entrada de la estación. Su potente luz iluminó directamente el cuerpo despatarrado, que aún atontado, trataba frenéticamente de incorporarse gritando desgarradoramente a todo pulmón. La mayoría de las personas se cubrió los ojos con las manos. Otros cerraron fuertemente los ojos y se taparon las orejas para no escuchar esos chillidos inhumanos. Todos estaban paralizados por el horror del espectáculo, esperando el espantoso desenlace.
Cuando el tren se hallaba a unos cincuenta metros y era claro que no podría detener su marcha a tiempo, un brazo fuerte y firme tomó la mano desesperada de Manuel y lo levantó violentamente como si fuese un muñeco roto, depositándolo pesadamente sobre el borde del andén. Un segundo después, el tren pasaba con sus ruedas chirriando y echando chispas, para detenerse varios metros más adelante.
Manuel, sucio con grasa, jadeante, sin aliento y con el corazón a punto de salírsele por la boca, logró ponerse en cuatro patas y levantar con gran esfuerzo la cabeza para mirar el rostro de su salvador. Guido se hallaba parado a su lado, bien erguido, casi imponente. Manuel tomó aliento dos o tres veces antes de ser capaz de articular entrecortadamente:
- ¡Gracias!... ¡Gracias Guido!... Te... Te debo la vida.
Guido lo contempló sin ninguna emoción y para sorpresa de Manuel y los curiosos alrededor, le respondió con voz calma y clara:
- No. Sólo me conformo con que me debas respeto – Y dando media vuelta, se alejó rápidamente entre el gentío alborotado.
jueves, 8 de julio de 2010
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