miércoles, 7 de julio de 2010

El Otro Yo del Dr. Collado

Siempre hay algunas personas cuya primera imágen, sin conocerlos en absoluto, repele. No es afable. No es armoniosamente aceptable a los sentidos. Hay algo intangible, inexplicable que en apariencia no los hace diferentes a cualquiera de los otros, pero los marca, los aparta del resto. Tratar brevemente con ellos no hace mas que confirmar esta hipótesis. El Dr. Collado - él insistía en ser llamado así, rechazando las familiaridades - uno más de tantos miles de abogados de medio pelo que pululan por los laberínticos pasillos del mundo, era una de esas infortunadas personas.

***


La brisa del mar era como un bálsamo para la blanca y delicada piel desnuda de la gente de la gran urbe que había podido escapar por unos días del agobiante calor del verano recalentando sin piedad el asfalto ciudadano.
La familia Collado había llegado a la costa atlántica la noche anterior. Luego de muchas horas de lidia rutera con incontables otros vehículos que perseguían un destino similar, habían logrado finalmente instalarse en la modesta casita alquilada, para descansar sonoramente de su exhaución. Ese día era el primero de los catorce de mar y playa que tenían planeado disfrutar.
A media mañana, la señora Collado, seguida de cerca por sus dos críos sobreexcitados, avanzaba laboriosamente zigzagueando entre los cuerpos tendidos en la arena, pudiendo a duras penas transportar su humanidad y la enorme cantidad de bártulos que acarreaba. Cerrando la caravana familiar, a una distancia prudencial, el pálido cuerpo fofo y lampiño del Dr. Collado, llevando solo un toallón en su mano derecha, marchaba chancleteando alegre y despreocupadamente mientras silbaba entre dientes una tonada pegadiza
Al pequeño grupo no le fue fácil hallar un claro adecuado entre la creciente multitud que acudía hacia el mar, pero cuando por fin lo hicieron, la señora Collado dejó caer sobre la arena caliente los bolsos, canastas, sombrillas y sillas playeras con un estruendoso bufido de alivio. Se enjugó el profuso sudor que perlaba su cara de luna llena e inmediatamente se puso al comando del armado del campamento familiar. Su marido, desentendido de todo ese febril ajetreo, se mantenía a buena distancia untándose generosamente todo el cuerpo con crema de protección solar, mientras sus ávidos ojos tras las gafas oscuras, recorrían con voracidad el variado lote de cuerpos femeninos esparcidos por doquier.
Mientras observaba todo en detalle, la mente del Dr. Collado no dejaba de pensar en las cosas placenteras que les haría a esas mujeres de contar con la oportunidad. Cosas que el jamás había experimentado con su aburrida esposa, puritana e incomprensiva, pero que solía ver en infinidad de videos por internet. En realidad, ni siquiera estaba tan seguro de poder hacer la mitad de esas cosas, pero lo entretenía mucho imaginarlas.
Lo mismo le pasaba en la oficina con las secretarias más jóvenes. Si bien nunca iba a juntar el coraje necesario para arriesgar su fachada de respetabilidad por una aventura amorosa, su mente no cesaba de soñar en verde.
Tampoco ayudaba mucho a afianzar su autoestima la cuestión del aspecto. La imágen que diariamente le devolvía el espejo implacable del baño, era la de un hombre de mediana edad muy poco atractivo, con un cuerpo de pera que era la antítesis del ideal atlético y una cabeza semi calva con largos mechones de pelo entrecano sobre la oreja izquierda, que cada mañana peinaba afanosamente a través de su calota, en un pueril intento de recrear una cabellera normal.
Eso si, en su trato diario, tanto familiar como profesional, era impecablemente pacato, rígido e intransigente; pretendiendo mostrar al mundo entero una imágen de sí mismo que él sabía muy bien no se correspondía con la realidad.
Como a través de gruesos algodones, le llegó la voz de su mujer que lo llamaba insistentemente. Miró en su dirección y le hizo saber con un ademán que la había escuchado. Caminó con desgano hacia su lado mientras los chiquillos saltaban con alegría a su alrededor. Era tiempo de comprarles algo para comer, asi que los tomó de la mano y sin pronunciar palabra se dirigió resignadamente hacia el puesto de refrigerios más cercano.
Con su mujer apenas si hablaba lo justo y necesario. Nunca había estado enamorado y sospechaba que ella tampoco. Pero tener una familia tipo era muy conveniente para su posición y las apariencias. Tiempo atrás en su relación, habían llegado a un tácito acuerdo de molestarse mutuamente lo menos posible. El proveería el sustento, ella se haría cargo de la casa y la familia. La esporádica intimidad entre ambos era más bien una práctica higiénica que el resultado de una mútua atracción con algo de sentimiento.
El paso de los días contribuyó a establecer una rutina sólida y consistente en los hábitos de los Collado. Playa por la mañana con un almuerzo ligero y helados para los niños. Una siesta reparadora en las primeras horas de la tarde - las peores para la exposición al sol - , y alrededor de las cinco, de vuelta a la playa hasta el crepúsculo. Ducha general en la casa y a vestirse informalmente para cenar y caminar por el centro hasta la medianoche, cuando los niños se caían solos de sueño. En un eventual caso de mal tiempo la alternativa era el salón de juegos electrónicos, cine y una gran dosis adicional de paciencia parental, que parecía estar relacionada en forma directamente proporcional al grado de permisividad con los caprichos de los críos.
Como la gente que veranea en el mar generalmente tiene hábitos bastante costumbristas y sedentarios, una vez que eligen un lugar en la playa, tratan de mantenerlo con unos pocos metros de tolerancia por el resto de su breve estadía. Así, el Dr. Collado después de unos pocos días, conocía con bastante exactitud la ubicación de las más apetecibles féminas a su alrededor. La rubia con tanga violeta, bronceada casi a la perfección. Las dos morochas infartantes – Hermanas o madre e hija, no sabría decir – que jugaban al voley cada tarde logrando que el Dr. Collado invariablemente se babeara el mentón. La niña de quince o dieciséis años que por su fisico impresionante estaba destinada obviamente a las ligas mayores y se veía mortalmente aburrida de veranear con sus padres.¡Y la pelirroja! La reina de la playa que había acaparado su ojo desde el primer momento, con sus curvas imponentes y el casi inexistente traje de baño. Había imaginado tantas escenas con ella, que la mente le daba vueltas, confundida, por tanta variedad y originalidad de posturas. La miraba, como a casi todas las otras, con descarada insistencia y manifiesta calentura.
Era poco probable que desde que llegara, el Dr. Collado hubiese notado alguna vez frente a sí el vasto océano azul. Su otro panorama le resultaba mucho más gratificante. Además, renegaba de la frialdad de las aguas, y sólo se limitaba a mojarse los tobillos cuando a regañadientes vigilaba a sus hijos que jugaban con las olas del mar.
Su mujer, si notaba la hambrienta mirada de halcón de su marido, no se daba por enterada. En tanto, seguía consumiendo hidratos de carbono mientras hojeaba con sumo interés las revistas de chismes faranduleros, que hoy por hoy eran casi el centro de su vida insignificante.
El poco recato en la persistente actitud del Dr. Collado, había logrado que casi todas sus observadas lo fulminaran, de tanto en tanto, con fugaces miradas de visible disgusto, sacudiendo la cabeza con incredulidad ante tal insólito atrevimiento. Aquí, su completo anonimato jugaba definitivamente a favor de su práctica voyeurista.
La única que parecía inmutable ante sus provocadoras miradas de concentrada lujuria, era la monumental pelirroja, que seguía absorbiendo el flujo solar aparentemente ajena y despreocupada de todo lo que la rodeaba.
Pero como todo llega a su fin, el último día de sus vacaciones sorprendió al Dr. Collado con un tinte apenas rosáceo en la piel y un par de kilos más en su cintura. La jornada transcurrió con su rutina inalterada. Por la tarde, afortunadamente soleada y calurosa, éste trató con un gran esfuerzo mental, de grabar a fuego las múltiples imágenes de curvas, glúteos y senos que sus ojos registraban sin pausa.
Al bajar el sol, luego que su mujer lograra convencer con distintas amenazas a los niños para que salieran del agua, todas las pertenencias fueron empacadas y llegó el momento de abandonar la playa.
La señora Collado, con gran espíritu, inició el camino de retorno cargada como un camello, jadeando y profiriendo severas advertencias coactivas para que sus hijos la siguieran. Su marido, bajo el pretexto de asegurarse que no dejaban nada olvidado, se quedó un momento más.
Completó un amplio pantallazo final del paisaje carnal para solaz de sus compungidos ojos. Pero al posar un último vistazo sobre la fastuosa pelirroja, ésta inesperadamente levantó unos impresionantes ojos verdes que perforaron las pupilas del Dr. Collado, quien quedó allí, inmóvil, como hipnotizado.
Con una rapidez increíble, la ninfa miró furtivamente hacia uno y otro lado para asegurarse algo de privacidad, y acto seguido corrió con dos dedos una de las mitades de la parte superior de su diminuta bikini. Un estupendo pezón rozagante emergió brevemente de las vestiduras mientras ella, sin dejar de mirarlo, se pasaba la lengua provocativamente por los labios entreabiertos.
Cuando el agente de policía encontró al Dr. Collado una hora y media más tarde en la playa casi desierta, éste aún permanecía clavado en el mismo lugar, con la boca abierta y un hilo de saliva que se le escurría hasta el pecho. No parecía haber sufrido dolencia física alguna, sin embargo, en el patrullero, balbuceó incoherencias durante todo el camino de vuelta a su hogar.

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