Don Fermín se paró solemnemente frente a la cómoda del dormitorio. A pesar de conocer de memoria como debía hacerse el nudo de la corbata, era incapaz de llevarlo a cabo con éxito si no se guiaba por su propia imágen reflejada en el espejo.
Luego de completar la tarea a su plena satisfacción, pudo entonces relajar un poco su concentrada atención para reparar en el resto de la visión que el vidrio le devolvía. Nunca pudo evitar sentirse ridículo en un traje. No era su estilo de indumentaria y jamás lo sería. Aunque debía ser justo consigo mismo y reconocer que había algo de cierto en lo que sus hijas a menudo le decían, respecto a que aún era poseedor de una gran elegancia, a pesar del anticuado corte de su saco.
Pero ese no era un día para preocuparse por esos frívolos detalles. Fermín ya había tenido su cuota de muchas jornadas durísimas, entremezcladas con otras muy felices, como ésta, a lo largo de su vida como campesino en este nuevo país. Pero ese de ninguna manera era su día, sino el de su nieta Mercedes, quien sería la primera en la historia de la familia en obtener un título universitario. Y con honores.
En su fuero interno, Fermín sabía que habían hecho un buen trabajo, con su difunta querida esposa, tanto en su parcela de campo como en la crianza de sus hijos. Lograron sembrar en ellos la semilla de la dedicación al trabajo arduo para alcanzar metas importantes en sus vidas. La regaron, no sólo con palabras, pero con un notable buen ejemplo diario, y vaya si había germinado bien. Se había transformado en una saludable planta, que ahora les obsequiaba con la dulce realidad del primer fruto.
Una solitaria lágrima redonda se deslizó por su áspera mejilla al abrirse de repente la compuerta de los recuerdos en su mente. Se apuró a secarla con su pañuelo, pués no quería que nadie lo viese asi, presa de la nostalgia, en ese alegre día de celebración.
Se esforzó por espantar los fantasmas, cada vez más recurrentes, de sus pensamientos. Nada del pasado podría contaminar ese magnífico presente. Tenía que concentrarse en él, y, si era capaz, de vislumbrar un futuro seguramente brillante para su descendencia. Ensayó una amplia sonrisa y su alma se lo agradeció inmediatamente.
Miró su viejo reloj pulsera y con sorpresa vió que ya casi era la hora de partir para la ceremonia. Su hija mayor, la madre de Mercedes, lo llamaría en cualquier momento para emprender el viaje a la universidad. Entonces, sintió otra vez esa espantosa punzada en el lado izquierdo de su pecho. Se dobló por su intensidad y la inoportuna sorpresa, pero en seguida hundió la mano en uno de sus bolsillos y sacó una diminuta pastilla de nitroglicerina que puso rápidamente bajo la lengua. Unos segundos después, ya se sentía mejor.
Nadie sabía de la dolencia que lo aquejaba desde unos meses atrás. Nadie tenía porque saber. Cada uno ya tenía sus propias preocupaciones. La vida como inmigrante le enseñó a ser duro y tenaz, a tragar saliva en los momentos difíciles y seguir siempre hacia adelante.
Había comprendido desde muy temprano que una generación no era tiempo suficiente para disfrutar plenamente de lo sembrado. Eso le correspondía a los hijos y más probablemente a los nietos. El y su mujer sólo habían sido los sólidos cimientos sobre los que empezaron a construir un futuro mejor para los que vendrían, quienes tendrían a su cargo el cuidado de todo lo obtenido a puro sacrificio, pero con mejores herramientas y conocimientos, con más educación.
La nerviosa voz de su hija llamándolo desde el living, lo sacó abruptamente de sus cavilaciones. Con las palmas de las manos alisó apresuradamente sus pantalones, puso con prolijidad el pañuelo blanco en el bolsillo superior del saco, tomó su bastón y se encaminó con actitud orgullosa a compartir esa tan esperada velada de merecido festejo familiar.
La verdadera cosecha estaba por comenzar.
domingo, 18 de julio de 2010
La Patriada de Fierro
Este relato se refiere a los años que el gaucho Martin Fierro pasó sirviendo en la frontera, durante la guerra contra el indio (y muy probablemente, la india también)
Aquel era un tiempo duro
sin ley pero con violencia
en que el blanco con su cencia
y el indio con rebeldía
se topaban día a día
disputándose querencia
Salir en grupos pequeños
de patrulla era aventura
salir solo era locura
de una mente desquiciada
que sólo la milicada
confundía con bravura
El día que nos atañe
el diablo metió la cola
al peligro no dió bola
y después de la requisa
salió el criollo hacha y tiza
hacia el campo‘e la Bartola
Pero a dos leguas escasas
en la loma vio un vigía
y entendió que compañía
no le habría de faltar
el bombero iba a avisar
sobre el pucho a su jauría
Se hallaba Fierro en apuros
hostigado por la indiada
la planicie no ayudaba
no había donde esconderse
ni cueva en la que meterse
pa’ cuerpiar esa patriada
Los crinudos del malón
presagiando una matanza
acariciaban la lanza
y apuraban sus monturas
con vaivenes de cintura
y taloneo en la panza
Y a punto de enfrentamiento
sin otra que hacerse fuerte
Fierro pensó en su muerte
como el mejor desenlace
pués cautivo del salvaje
era la pior de las suertes
Y asi fué que desmontando
peló el facón apurado
miró para todos lados
y quedó tenso, esperando
su alma propia ‘e gendarme
se abrió por solo un segundo
saliéndole ‘e lo profundo
“¿y ahora quien podrá ayudarme?”
pasó pués lo inesperado
porque alguien contestó
y ese alguien gritó “¡yo,
el Chapulín Colorado!”
Aquel era un tiempo duro
sin ley pero con violencia
en que el blanco con su cencia
y el indio con rebeldía
se topaban día a día
disputándose querencia
Salir en grupos pequeños
de patrulla era aventura
salir solo era locura
de una mente desquiciada
que sólo la milicada
confundía con bravura
El día que nos atañe
el diablo metió la cola
al peligro no dió bola
y después de la requisa
salió el criollo hacha y tiza
hacia el campo‘e la Bartola
Pero a dos leguas escasas
en la loma vio un vigía
y entendió que compañía
no le habría de faltar
el bombero iba a avisar
sobre el pucho a su jauría
Se hallaba Fierro en apuros
hostigado por la indiada
la planicie no ayudaba
no había donde esconderse
ni cueva en la que meterse
pa’ cuerpiar esa patriada
Los crinudos del malón
presagiando una matanza
acariciaban la lanza
y apuraban sus monturas
con vaivenes de cintura
y taloneo en la panza
Y a punto de enfrentamiento
sin otra que hacerse fuerte
Fierro pensó en su muerte
como el mejor desenlace
pués cautivo del salvaje
era la pior de las suertes
Y asi fué que desmontando
peló el facón apurado
miró para todos lados
y quedó tenso, esperando
su alma propia ‘e gendarme
se abrió por solo un segundo
saliéndole ‘e lo profundo
“¿y ahora quien podrá ayudarme?”
pasó pués lo inesperado
porque alguien contestó
y ese alguien gritó “¡yo,
el Chapulín Colorado!”
sábado, 10 de julio de 2010
Su Primer Libro
Siete y media en la tarde pampeana y a pesar que la brisa era fresca, el sol todavía picaba en el cuello de Elpídio. Hizo los últimos metros de su caminata diaria por el camino polvoriento para llegar a la escuelita de campo, donde cada día enseña lo básico a los peones de las chacras del lugar.
No hay chicos en la escuela. Sólo gente mayor. Algunos tienen uno o dos años de enseñanza primaria y conocen algunos rudimentos de escritura y lectura. Otros, los más, no saben leer ni ecribir. Pero todos se las arreglan para sumar y restar. Si no, los embroman con el jornal.
Anacleto Rúculo Artaza, como de costumbre, ya estaba esperando sentadito en su pupitre desvencijado, descarte de alguna otra escuela. Tenía los codos sobre la mesita y con las dos manos callosas se sostenía la cabeza coronada con una enorme boina negra. Frente a sí tenía abierto en la última página y con una taba arriba para sostener las hojas, el libro que había estado leyendo por meses: Don Segundo Sombra.
Se le había dado por aprender a leer bien pasados los cincuenta, cansado de tener que oir por versiones de los demás las aventuras de sus héroes camperos: Don Segundo Sombra y Martin Fierro. Quería leer de primera fuente y disfrutar de sus andanzas y duelos. De sus domas, amoríos y avatares. Sabía que cuando escuchaba a los otros, había mucho bolazo entreverado en el medio.
Cuando Elpídio entró en el único salón de la escuela, Anacleto levantó la cabeza y lo saludó deferente. Como siempre, ya tenía el agua caliente para tomar unos mates a solas con el maestro, antes de la llegada de los demás. Se levantó de su asiento y mientras el otro acomodaba sus cosas en la mesa de patas desiguales al frente del aula, le alcanzó el primer amargo.
- ¿Anacleto, terminaste al fin tu lectura? – Le preguntó el maestro, mientras chupaba de la bombilla con ganas.
- Si Elpídio, lo acabé anoche tarde, alumbrándome con sebo. No quería jorobar a los demás.
- ¿Y? ¿Qué te pareció tu primer libro? Tenés alguna pregunta pa’ hacerme?
- El libro estuvo lindo. Un poco tristón al final. Pero ansí es la vida ‘el gaucho – Respondió rascándose con una mano la barbilla pensativo, mientras que con la otra recibía de vuelta el mate. Y agregó:
- Pero no me gusta que en un libro ‘e campo haiga propaganga ‘e la religión.
- ¿Propaganda de la religión? – Preguntó incrédulo el maestro – ¿De qué propaganda me hablás? Yo mismo leí ese libro y no vi nada de eso.
- Bueno, dispués del final, abajo, al pie de la hoja hay una oración que habla de la religión de las lauchas. ¡Ni si quiera ‘e los cristianos!
- Decíme Anacleto, ¿Vos viniste chupao? Porque allí no hay nada escrito de religión. O te has confundido fiero hermano.
- ¡No! Le juro que me caiga muerto. Habla de la religión... Bueno, no usa esa palabra justa, pero lo dice bien clarito: Fe de Ratas. – Dijo el gaucho sintiéndose herido por la incredulidad del otro, aún con el mate vacío en la mano.
El maestro, al escucharlo, estalló en una sonora carcajada golpeándose los muslos con las palmas de las manos, mientras Anacleto lo miraba de reojo y con desconfianza. Volvió a llenar el mate y empezó a chupar con la cabeza gacha, medio enojado. Estaba seguro de lo que había leído.
Después de un buen rato y con la cara todavía colorada por el sofocón, el maestro se dispuso a tratar de explicarle lo que una Fe de Erratas significaba, cuando el paisano agregó, refunfuñando:
- ¡Mientras que esos roedores no lo quieran hacer Papa al Miki Maus!...
No hay chicos en la escuela. Sólo gente mayor. Algunos tienen uno o dos años de enseñanza primaria y conocen algunos rudimentos de escritura y lectura. Otros, los más, no saben leer ni ecribir. Pero todos se las arreglan para sumar y restar. Si no, los embroman con el jornal.
Anacleto Rúculo Artaza, como de costumbre, ya estaba esperando sentadito en su pupitre desvencijado, descarte de alguna otra escuela. Tenía los codos sobre la mesita y con las dos manos callosas se sostenía la cabeza coronada con una enorme boina negra. Frente a sí tenía abierto en la última página y con una taba arriba para sostener las hojas, el libro que había estado leyendo por meses: Don Segundo Sombra.
Se le había dado por aprender a leer bien pasados los cincuenta, cansado de tener que oir por versiones de los demás las aventuras de sus héroes camperos: Don Segundo Sombra y Martin Fierro. Quería leer de primera fuente y disfrutar de sus andanzas y duelos. De sus domas, amoríos y avatares. Sabía que cuando escuchaba a los otros, había mucho bolazo entreverado en el medio.
Cuando Elpídio entró en el único salón de la escuela, Anacleto levantó la cabeza y lo saludó deferente. Como siempre, ya tenía el agua caliente para tomar unos mates a solas con el maestro, antes de la llegada de los demás. Se levantó de su asiento y mientras el otro acomodaba sus cosas en la mesa de patas desiguales al frente del aula, le alcanzó el primer amargo.
- ¿Anacleto, terminaste al fin tu lectura? – Le preguntó el maestro, mientras chupaba de la bombilla con ganas.
- Si Elpídio, lo acabé anoche tarde, alumbrándome con sebo. No quería jorobar a los demás.
- ¿Y? ¿Qué te pareció tu primer libro? Tenés alguna pregunta pa’ hacerme?
- El libro estuvo lindo. Un poco tristón al final. Pero ansí es la vida ‘el gaucho – Respondió rascándose con una mano la barbilla pensativo, mientras que con la otra recibía de vuelta el mate. Y agregó:
- Pero no me gusta que en un libro ‘e campo haiga propaganga ‘e la religión.
- ¿Propaganda de la religión? – Preguntó incrédulo el maestro – ¿De qué propaganda me hablás? Yo mismo leí ese libro y no vi nada de eso.
- Bueno, dispués del final, abajo, al pie de la hoja hay una oración que habla de la religión de las lauchas. ¡Ni si quiera ‘e los cristianos!
- Decíme Anacleto, ¿Vos viniste chupao? Porque allí no hay nada escrito de religión. O te has confundido fiero hermano.
- ¡No! Le juro que me caiga muerto. Habla de la religión... Bueno, no usa esa palabra justa, pero lo dice bien clarito: Fe de Ratas. – Dijo el gaucho sintiéndose herido por la incredulidad del otro, aún con el mate vacío en la mano.
El maestro, al escucharlo, estalló en una sonora carcajada golpeándose los muslos con las palmas de las manos, mientras Anacleto lo miraba de reojo y con desconfianza. Volvió a llenar el mate y empezó a chupar con la cabeza gacha, medio enojado. Estaba seguro de lo que había leído.
Después de un buen rato y con la cara todavía colorada por el sofocón, el maestro se dispuso a tratar de explicarle lo que una Fe de Erratas significaba, cuando el paisano agregó, refunfuñando:
- ¡Mientras que esos roedores no lo quieran hacer Papa al Miki Maus!...
Quise
Quise besarte en los labios
y el destino cruel no quiso
terrible nivel hace el piso
que por dos palmos no llego
así a mi bronca me entrego
por ser demasiado petizo
Quise poder abrazarte
pués la pasión me desborda
pero la razón que es sorda
no escucha los manotazos
que futiles dan mis brazos
porque estás un poco gorda
Quise mirar tus pupilas
y hundirme en esa delicia
sentir la perpétua caricia
de tus ojos de amatista
aunque padezca en la vista
un poquito de presbicia
Quise también consumar
todo mi amor incaduco
con artifícios y trucos
más me hiciste recordar
al no lograr concretar
¡Que soy tu sirviente eunuco!
y el destino cruel no quiso
terrible nivel hace el piso
que por dos palmos no llego
así a mi bronca me entrego
por ser demasiado petizo
Quise poder abrazarte
pués la pasión me desborda
pero la razón que es sorda
no escucha los manotazos
que futiles dan mis brazos
porque estás un poco gorda
Quise mirar tus pupilas
y hundirme en esa delicia
sentir la perpétua caricia
de tus ojos de amatista
aunque padezca en la vista
un poquito de presbicia
Quise también consumar
todo mi amor incaduco
con artifícios y trucos
más me hiciste recordar
al no lograr concretar
¡Que soy tu sirviente eunuco!
jueves, 8 de julio de 2010
Un Compañero de Oficina
Esos días de Julio en la oficina parecían no llegar nunca a su fin. Sus horas se arrastraban tan lenta como exasperantemente. Y esas jornadas en el gélido invierno porteño eran tan cortas que el grupo llegaba a trabajar de noche y estaba nuevamente oscuro un buen rato antes de la hora de salida.
Para colmo la oficina se hallaba ubicada en el microcentro de la capital, donde debido a la altura de los edificios y la angostura de las viejas calles, sólo atisbaban la claridad del sol apenas un par de horas cada día. Eso sí que era trabajar de sol a sol, literalmente, aunque fuesen las mismas ocho horas de siempre.
La tarea de telemarketing era verdaderamente ingrata. A la gente hoy en día ya no se le puede vender casi nada por teléfono. Claro que todavía quedan algunos inocentes despistados, pero pertenecen a una especie en rápida vía de extinción. Eso de pasarse todo el santo día con el auricular pegado entre el hombro y la oreja para recibir negativa tras negativa y algún que otro comentario sarcástico o maleducado, era muy desalentador.
Muy a las perdidas se conseguía la oportunidad de alguna visita demostrativa. Una venta directa era verdaderamente un acontecimiento de manifiesta rareza. Salvo para el maricón de Guido, que parecía no tener inconveniente en concretar dos o tres por día.
Los otros cuatro miembros del staff, todos hombres, ya habían probado todo ardid imaginable para frenar su ritmo inalcanzable de ventas. Le habían suplido las listas telefónicas de los lugares menos recomendables para el mercadeo. Los sectores de la población más carenciados. Los números de personas que trabajaban en fábrica doce horas diarias en turnos rotativos, y que nunca se sabía cuando iban a estar en sus casas y cuando no. Sin ambargo, el maldito afeminado, con sus moditos tersos y su capacidad de escuchar sin interrumpir y de decir las cosas justas en los momentos apropiados, seguía vendiendo y consiguiendo entrevistas día tras día.
El nunca se quejaba. Aceptaba cada mañana los listados que le entregaban de buena gana y seguidamente comenzaba a llamar con gran entusiasmo. Muchas veces desperdiciaba valiosos minutos prestando un oído amigo a los problemas de gente que sabía positivamente no compraría nada, por lo menos esa vez. Pero quizás esa misma actitud era la que lo diferenciaba del resto. Eso y su perceptiva sensibilidad como interlocutor y primordialmente, como vendedor.
Los otros empleados de la oficina lo detestaban e ignoraban abiertamente, sin ofrecer ninguna demostración de compañerismo o el más mínimo gesto de civilidad. Guido era claramente amanerado. Y aunque nadie nunca tuvo nada que reprocharle en su trabajo, su condición de homosexual parecía incomodar terriblemente a sus compañeros. Tal vez tuviese algo que ver también su impresionante récord de ventas. O posiblemente ambas cosas juntas.
No pasaba un día en que no se hicieran bromas en alta voz ostensiblemente procaces sobre maricas, o aluciones degradantes para los que no tuviesen las mismas preferencias sexuales que aquella cerrada hermandad de padrillos de oficina.
Pero Guido nunca parecía molestarse o escucharlos. El seguía imperturbable tachando nombres y números de su lista. Y mucho más a menudo que el resto, circulando con su bolígrafo una línea de datos, para indicar que una venta había sido realizada o una entrevista asegurada.
La cuestión era que por esas cosas tan inexplicables de la naturaleza del comportamiento humano, Guido era un paria en el pequeño grupo y esa situación no tenía visos de cambiar alguna vez.
Todas las tardes al dejar la oficina, Manuel ya sabía que Guido se dirigía a la misma estación del subterráneo donde él tomaba el tren de vuelta a su departamento. Sólo por eso, prefería quedarse a tomar un café con los otros muchachos en un bar de la planta baja, para dilatar unos minutos su regreso. Como si la posibilidad de compartir el mismo vagón con ese marcha atrás, fuese demasiado después de tenerlo cerca durante ocho horas en el trabajo.
Una tarde de jueves particularmente fría en la que se hallaba muy resfriado, Manuel decidió volver directamente a su casa después del trabajo, salteando su habitual escala en el bar. Lo reconfortaba pensar que se tomaría un té muy caliente con limón y aspirinas, para luego irse a acostar bien temprano.
Cuando bajó a la estación del subte, el andén estaba totalmente colmado. Sabía que Guido tenía que estar por ahí, esperando el mismo tren, pero su malestar congestivo era más sufrible en ese momento que su homofobia crónica.
El lugar estaba atestado. Era una masa infinita de cuerpos, cuya meta también era retornar a ese espacio que cada uno de ellos llamaba hogar. Manuel se ubicó como pudo en un espacio muy reducido al filo de la plataforma, totalmente rodeado de gente. En la cavernosa acústica de la estación, se escuchó a la distancia el apagado trueno de un tren que se aproximaba por el túnel. Justo en ese momento, una jóven madre cuyo crío lloraba y pataleaba incontrolablemente para ser alzado, se agachó precipitadamente para tomarlo en sus brazos. El inesperado culazo que Manuel recibió en su cadera lo tomó por sorpresa y lo hizo trastabillar. Al querer dar un paso para recuperar su equilibrio, su pié sólo encontró el vacío y cayó aparatosamente sobre las vías un metro y medio más abajo.
El tren ya había salido de la curva previa a la entrada de la estación. Su potente luz iluminó directamente el cuerpo despatarrado, que aún atontado, trataba frenéticamente de incorporarse gritando desgarradoramente a todo pulmón. La mayoría de las personas se cubrió los ojos con las manos. Otros cerraron fuertemente los ojos y se taparon las orejas para no escuchar esos chillidos inhumanos. Todos estaban paralizados por el horror del espectáculo, esperando el espantoso desenlace.
Cuando el tren se hallaba a unos cincuenta metros y era claro que no podría detener su marcha a tiempo, un brazo fuerte y firme tomó la mano desesperada de Manuel y lo levantó violentamente como si fuese un muñeco roto, depositándolo pesadamente sobre el borde del andén. Un segundo después, el tren pasaba con sus ruedas chirriando y echando chispas, para detenerse varios metros más adelante.
Manuel, sucio con grasa, jadeante, sin aliento y con el corazón a punto de salírsele por la boca, logró ponerse en cuatro patas y levantar con gran esfuerzo la cabeza para mirar el rostro de su salvador. Guido se hallaba parado a su lado, bien erguido, casi imponente. Manuel tomó aliento dos o tres veces antes de ser capaz de articular entrecortadamente:
- ¡Gracias!... ¡Gracias Guido!... Te... Te debo la vida.
Guido lo contempló sin ninguna emoción y para sorpresa de Manuel y los curiosos alrededor, le respondió con voz calma y clara:
- No. Sólo me conformo con que me debas respeto – Y dando media vuelta, se alejó rápidamente entre el gentío alborotado.
Para colmo la oficina se hallaba ubicada en el microcentro de la capital, donde debido a la altura de los edificios y la angostura de las viejas calles, sólo atisbaban la claridad del sol apenas un par de horas cada día. Eso sí que era trabajar de sol a sol, literalmente, aunque fuesen las mismas ocho horas de siempre.
La tarea de telemarketing era verdaderamente ingrata. A la gente hoy en día ya no se le puede vender casi nada por teléfono. Claro que todavía quedan algunos inocentes despistados, pero pertenecen a una especie en rápida vía de extinción. Eso de pasarse todo el santo día con el auricular pegado entre el hombro y la oreja para recibir negativa tras negativa y algún que otro comentario sarcástico o maleducado, era muy desalentador.
Muy a las perdidas se conseguía la oportunidad de alguna visita demostrativa. Una venta directa era verdaderamente un acontecimiento de manifiesta rareza. Salvo para el maricón de Guido, que parecía no tener inconveniente en concretar dos o tres por día.
Los otros cuatro miembros del staff, todos hombres, ya habían probado todo ardid imaginable para frenar su ritmo inalcanzable de ventas. Le habían suplido las listas telefónicas de los lugares menos recomendables para el mercadeo. Los sectores de la población más carenciados. Los números de personas que trabajaban en fábrica doce horas diarias en turnos rotativos, y que nunca se sabía cuando iban a estar en sus casas y cuando no. Sin ambargo, el maldito afeminado, con sus moditos tersos y su capacidad de escuchar sin interrumpir y de decir las cosas justas en los momentos apropiados, seguía vendiendo y consiguiendo entrevistas día tras día.
El nunca se quejaba. Aceptaba cada mañana los listados que le entregaban de buena gana y seguidamente comenzaba a llamar con gran entusiasmo. Muchas veces desperdiciaba valiosos minutos prestando un oído amigo a los problemas de gente que sabía positivamente no compraría nada, por lo menos esa vez. Pero quizás esa misma actitud era la que lo diferenciaba del resto. Eso y su perceptiva sensibilidad como interlocutor y primordialmente, como vendedor.
Los otros empleados de la oficina lo detestaban e ignoraban abiertamente, sin ofrecer ninguna demostración de compañerismo o el más mínimo gesto de civilidad. Guido era claramente amanerado. Y aunque nadie nunca tuvo nada que reprocharle en su trabajo, su condición de homosexual parecía incomodar terriblemente a sus compañeros. Tal vez tuviese algo que ver también su impresionante récord de ventas. O posiblemente ambas cosas juntas.
No pasaba un día en que no se hicieran bromas en alta voz ostensiblemente procaces sobre maricas, o aluciones degradantes para los que no tuviesen las mismas preferencias sexuales que aquella cerrada hermandad de padrillos de oficina.
Pero Guido nunca parecía molestarse o escucharlos. El seguía imperturbable tachando nombres y números de su lista. Y mucho más a menudo que el resto, circulando con su bolígrafo una línea de datos, para indicar que una venta había sido realizada o una entrevista asegurada.
La cuestión era que por esas cosas tan inexplicables de la naturaleza del comportamiento humano, Guido era un paria en el pequeño grupo y esa situación no tenía visos de cambiar alguna vez.
Todas las tardes al dejar la oficina, Manuel ya sabía que Guido se dirigía a la misma estación del subterráneo donde él tomaba el tren de vuelta a su departamento. Sólo por eso, prefería quedarse a tomar un café con los otros muchachos en un bar de la planta baja, para dilatar unos minutos su regreso. Como si la posibilidad de compartir el mismo vagón con ese marcha atrás, fuese demasiado después de tenerlo cerca durante ocho horas en el trabajo.
Una tarde de jueves particularmente fría en la que se hallaba muy resfriado, Manuel decidió volver directamente a su casa después del trabajo, salteando su habitual escala en el bar. Lo reconfortaba pensar que se tomaría un té muy caliente con limón y aspirinas, para luego irse a acostar bien temprano.
Cuando bajó a la estación del subte, el andén estaba totalmente colmado. Sabía que Guido tenía que estar por ahí, esperando el mismo tren, pero su malestar congestivo era más sufrible en ese momento que su homofobia crónica.
El lugar estaba atestado. Era una masa infinita de cuerpos, cuya meta también era retornar a ese espacio que cada uno de ellos llamaba hogar. Manuel se ubicó como pudo en un espacio muy reducido al filo de la plataforma, totalmente rodeado de gente. En la cavernosa acústica de la estación, se escuchó a la distancia el apagado trueno de un tren que se aproximaba por el túnel. Justo en ese momento, una jóven madre cuyo crío lloraba y pataleaba incontrolablemente para ser alzado, se agachó precipitadamente para tomarlo en sus brazos. El inesperado culazo que Manuel recibió en su cadera lo tomó por sorpresa y lo hizo trastabillar. Al querer dar un paso para recuperar su equilibrio, su pié sólo encontró el vacío y cayó aparatosamente sobre las vías un metro y medio más abajo.
El tren ya había salido de la curva previa a la entrada de la estación. Su potente luz iluminó directamente el cuerpo despatarrado, que aún atontado, trataba frenéticamente de incorporarse gritando desgarradoramente a todo pulmón. La mayoría de las personas se cubrió los ojos con las manos. Otros cerraron fuertemente los ojos y se taparon las orejas para no escuchar esos chillidos inhumanos. Todos estaban paralizados por el horror del espectáculo, esperando el espantoso desenlace.
Cuando el tren se hallaba a unos cincuenta metros y era claro que no podría detener su marcha a tiempo, un brazo fuerte y firme tomó la mano desesperada de Manuel y lo levantó violentamente como si fuese un muñeco roto, depositándolo pesadamente sobre el borde del andén. Un segundo después, el tren pasaba con sus ruedas chirriando y echando chispas, para detenerse varios metros más adelante.
Manuel, sucio con grasa, jadeante, sin aliento y con el corazón a punto de salírsele por la boca, logró ponerse en cuatro patas y levantar con gran esfuerzo la cabeza para mirar el rostro de su salvador. Guido se hallaba parado a su lado, bien erguido, casi imponente. Manuel tomó aliento dos o tres veces antes de ser capaz de articular entrecortadamente:
- ¡Gracias!... ¡Gracias Guido!... Te... Te debo la vida.
Guido lo contempló sin ninguna emoción y para sorpresa de Manuel y los curiosos alrededor, le respondió con voz calma y clara:
- No. Sólo me conformo con que me debas respeto – Y dando media vuelta, se alejó rápidamente entre el gentío alborotado.
Poeta
Por el afán de quejarse se queja ese hombre alocado
la comida es tan escasa y su ropa sólo harapos
la pieza sin ningún mueble con sólo un colchón de trapos
las paredes sin ventanas con vista hacia ningún lado
Una vieja caja sucia que fué de vino es su asiento
un barril ya muy golpeado que una vez tuvo cerveza
con lápiz y hojas encima hace las veces de mesa
donde pasa largas horas dejando su ser y el aliento
Yo no se porqué se queja, si él eligió esa gran meta
y mientras vierte su alma en esos papeles manchados
delira un poco de hambre y otro poco de extenuado
por lograr su ansiado sueño de ser llamado un poeta
la comida es tan escasa y su ropa sólo harapos
la pieza sin ningún mueble con sólo un colchón de trapos
las paredes sin ventanas con vista hacia ningún lado
Una vieja caja sucia que fué de vino es su asiento
un barril ya muy golpeado que una vez tuvo cerveza
con lápiz y hojas encima hace las veces de mesa
donde pasa largas horas dejando su ser y el aliento
Yo no se porqué se queja, si él eligió esa gran meta
y mientras vierte su alma en esos papeles manchados
delira un poco de hambre y otro poco de extenuado
por lograr su ansiado sueño de ser llamado un poeta
miércoles, 7 de julio de 2010
El Otro Yo del Dr. Collado
Siempre hay algunas personas cuya primera imágen, sin conocerlos en absoluto, repele. No es afable. No es armoniosamente aceptable a los sentidos. Hay algo intangible, inexplicable que en apariencia no los hace diferentes a cualquiera de los otros, pero los marca, los aparta del resto. Tratar brevemente con ellos no hace mas que confirmar esta hipótesis. El Dr. Collado - él insistía en ser llamado así, rechazando las familiaridades - uno más de tantos miles de abogados de medio pelo que pululan por los laberínticos pasillos del mundo, era una de esas infortunadas personas.
***
La brisa del mar era como un bálsamo para la blanca y delicada piel desnuda de la gente de la gran urbe que había podido escapar por unos días del agobiante calor del verano recalentando sin piedad el asfalto ciudadano.
La familia Collado había llegado a la costa atlántica la noche anterior. Luego de muchas horas de lidia rutera con incontables otros vehículos que perseguían un destino similar, habían logrado finalmente instalarse en la modesta casita alquilada, para descansar sonoramente de su exhaución. Ese día era el primero de los catorce de mar y playa que tenían planeado disfrutar.
A media mañana, la señora Collado, seguida de cerca por sus dos críos sobreexcitados, avanzaba laboriosamente zigzagueando entre los cuerpos tendidos en la arena, pudiendo a duras penas transportar su humanidad y la enorme cantidad de bártulos que acarreaba. Cerrando la caravana familiar, a una distancia prudencial, el pálido cuerpo fofo y lampiño del Dr. Collado, llevando solo un toallón en su mano derecha, marchaba chancleteando alegre y despreocupadamente mientras silbaba entre dientes una tonada pegadiza
Al pequeño grupo no le fue fácil hallar un claro adecuado entre la creciente multitud que acudía hacia el mar, pero cuando por fin lo hicieron, la señora Collado dejó caer sobre la arena caliente los bolsos, canastas, sombrillas y sillas playeras con un estruendoso bufido de alivio. Se enjugó el profuso sudor que perlaba su cara de luna llena e inmediatamente se puso al comando del armado del campamento familiar. Su marido, desentendido de todo ese febril ajetreo, se mantenía a buena distancia untándose generosamente todo el cuerpo con crema de protección solar, mientras sus ávidos ojos tras las gafas oscuras, recorrían con voracidad el variado lote de cuerpos femeninos esparcidos por doquier.
Mientras observaba todo en detalle, la mente del Dr. Collado no dejaba de pensar en las cosas placenteras que les haría a esas mujeres de contar con la oportunidad. Cosas que el jamás había experimentado con su aburrida esposa, puritana e incomprensiva, pero que solía ver en infinidad de videos por internet. En realidad, ni siquiera estaba tan seguro de poder hacer la mitad de esas cosas, pero lo entretenía mucho imaginarlas.
Lo mismo le pasaba en la oficina con las secretarias más jóvenes. Si bien nunca iba a juntar el coraje necesario para arriesgar su fachada de respetabilidad por una aventura amorosa, su mente no cesaba de soñar en verde.
Tampoco ayudaba mucho a afianzar su autoestima la cuestión del aspecto. La imágen que diariamente le devolvía el espejo implacable del baño, era la de un hombre de mediana edad muy poco atractivo, con un cuerpo de pera que era la antítesis del ideal atlético y una cabeza semi calva con largos mechones de pelo entrecano sobre la oreja izquierda, que cada mañana peinaba afanosamente a través de su calota, en un pueril intento de recrear una cabellera normal.
Eso si, en su trato diario, tanto familiar como profesional, era impecablemente pacato, rígido e intransigente; pretendiendo mostrar al mundo entero una imágen de sí mismo que él sabía muy bien no se correspondía con la realidad.
Como a través de gruesos algodones, le llegó la voz de su mujer que lo llamaba insistentemente. Miró en su dirección y le hizo saber con un ademán que la había escuchado. Caminó con desgano hacia su lado mientras los chiquillos saltaban con alegría a su alrededor. Era tiempo de comprarles algo para comer, asi que los tomó de la mano y sin pronunciar palabra se dirigió resignadamente hacia el puesto de refrigerios más cercano.
Con su mujer apenas si hablaba lo justo y necesario. Nunca había estado enamorado y sospechaba que ella tampoco. Pero tener una familia tipo era muy conveniente para su posición y las apariencias. Tiempo atrás en su relación, habían llegado a un tácito acuerdo de molestarse mutuamente lo menos posible. El proveería el sustento, ella se haría cargo de la casa y la familia. La esporádica intimidad entre ambos era más bien una práctica higiénica que el resultado de una mútua atracción con algo de sentimiento.
El paso de los días contribuyó a establecer una rutina sólida y consistente en los hábitos de los Collado. Playa por la mañana con un almuerzo ligero y helados para los niños. Una siesta reparadora en las primeras horas de la tarde - las peores para la exposición al sol - , y alrededor de las cinco, de vuelta a la playa hasta el crepúsculo. Ducha general en la casa y a vestirse informalmente para cenar y caminar por el centro hasta la medianoche, cuando los niños se caían solos de sueño. En un eventual caso de mal tiempo la alternativa era el salón de juegos electrónicos, cine y una gran dosis adicional de paciencia parental, que parecía estar relacionada en forma directamente proporcional al grado de permisividad con los caprichos de los críos.
Como la gente que veranea en el mar generalmente tiene hábitos bastante costumbristas y sedentarios, una vez que eligen un lugar en la playa, tratan de mantenerlo con unos pocos metros de tolerancia por el resto de su breve estadía. Así, el Dr. Collado después de unos pocos días, conocía con bastante exactitud la ubicación de las más apetecibles féminas a su alrededor. La rubia con tanga violeta, bronceada casi a la perfección. Las dos morochas infartantes – Hermanas o madre e hija, no sabría decir – que jugaban al voley cada tarde logrando que el Dr. Collado invariablemente se babeara el mentón. La niña de quince o dieciséis años que por su fisico impresionante estaba destinada obviamente a las ligas mayores y se veía mortalmente aburrida de veranear con sus padres.¡Y la pelirroja! La reina de la playa que había acaparado su ojo desde el primer momento, con sus curvas imponentes y el casi inexistente traje de baño. Había imaginado tantas escenas con ella, que la mente le daba vueltas, confundida, por tanta variedad y originalidad de posturas. La miraba, como a casi todas las otras, con descarada insistencia y manifiesta calentura.
Era poco probable que desde que llegara, el Dr. Collado hubiese notado alguna vez frente a sí el vasto océano azul. Su otro panorama le resultaba mucho más gratificante. Además, renegaba de la frialdad de las aguas, y sólo se limitaba a mojarse los tobillos cuando a regañadientes vigilaba a sus hijos que jugaban con las olas del mar.
Su mujer, si notaba la hambrienta mirada de halcón de su marido, no se daba por enterada. En tanto, seguía consumiendo hidratos de carbono mientras hojeaba con sumo interés las revistas de chismes faranduleros, que hoy por hoy eran casi el centro de su vida insignificante.
El poco recato en la persistente actitud del Dr. Collado, había logrado que casi todas sus observadas lo fulminaran, de tanto en tanto, con fugaces miradas de visible disgusto, sacudiendo la cabeza con incredulidad ante tal insólito atrevimiento. Aquí, su completo anonimato jugaba definitivamente a favor de su práctica voyeurista.
La única que parecía inmutable ante sus provocadoras miradas de concentrada lujuria, era la monumental pelirroja, que seguía absorbiendo el flujo solar aparentemente ajena y despreocupada de todo lo que la rodeaba.
Pero como todo llega a su fin, el último día de sus vacaciones sorprendió al Dr. Collado con un tinte apenas rosáceo en la piel y un par de kilos más en su cintura. La jornada transcurrió con su rutina inalterada. Por la tarde, afortunadamente soleada y calurosa, éste trató con un gran esfuerzo mental, de grabar a fuego las múltiples imágenes de curvas, glúteos y senos que sus ojos registraban sin pausa.
Al bajar el sol, luego que su mujer lograra convencer con distintas amenazas a los niños para que salieran del agua, todas las pertenencias fueron empacadas y llegó el momento de abandonar la playa.
La señora Collado, con gran espíritu, inició el camino de retorno cargada como un camello, jadeando y profiriendo severas advertencias coactivas para que sus hijos la siguieran. Su marido, bajo el pretexto de asegurarse que no dejaban nada olvidado, se quedó un momento más.
Completó un amplio pantallazo final del paisaje carnal para solaz de sus compungidos ojos. Pero al posar un último vistazo sobre la fastuosa pelirroja, ésta inesperadamente levantó unos impresionantes ojos verdes que perforaron las pupilas del Dr. Collado, quien quedó allí, inmóvil, como hipnotizado.
Con una rapidez increíble, la ninfa miró furtivamente hacia uno y otro lado para asegurarse algo de privacidad, y acto seguido corrió con dos dedos una de las mitades de la parte superior de su diminuta bikini. Un estupendo pezón rozagante emergió brevemente de las vestiduras mientras ella, sin dejar de mirarlo, se pasaba la lengua provocativamente por los labios entreabiertos.
Cuando el agente de policía encontró al Dr. Collado una hora y media más tarde en la playa casi desierta, éste aún permanecía clavado en el mismo lugar, con la boca abierta y un hilo de saliva que se le escurría hasta el pecho. No parecía haber sufrido dolencia física alguna, sin embargo, en el patrullero, balbuceó incoherencias durante todo el camino de vuelta a su hogar.
La brisa del mar era como un bálsamo para la blanca y delicada piel desnuda de la gente de la gran urbe que había podido escapar por unos días del agobiante calor del verano recalentando sin piedad el asfalto ciudadano.
La familia Collado había llegado a la costa atlántica la noche anterior. Luego de muchas horas de lidia rutera con incontables otros vehículos que perseguían un destino similar, habían logrado finalmente instalarse en la modesta casita alquilada, para descansar sonoramente de su exhaución. Ese día era el primero de los catorce de mar y playa que tenían planeado disfrutar.
A media mañana, la señora Collado, seguida de cerca por sus dos críos sobreexcitados, avanzaba laboriosamente zigzagueando entre los cuerpos tendidos en la arena, pudiendo a duras penas transportar su humanidad y la enorme cantidad de bártulos que acarreaba. Cerrando la caravana familiar, a una distancia prudencial, el pálido cuerpo fofo y lampiño del Dr. Collado, llevando solo un toallón en su mano derecha, marchaba chancleteando alegre y despreocupadamente mientras silbaba entre dientes una tonada pegadiza
Al pequeño grupo no le fue fácil hallar un claro adecuado entre la creciente multitud que acudía hacia el mar, pero cuando por fin lo hicieron, la señora Collado dejó caer sobre la arena caliente los bolsos, canastas, sombrillas y sillas playeras con un estruendoso bufido de alivio. Se enjugó el profuso sudor que perlaba su cara de luna llena e inmediatamente se puso al comando del armado del campamento familiar. Su marido, desentendido de todo ese febril ajetreo, se mantenía a buena distancia untándose generosamente todo el cuerpo con crema de protección solar, mientras sus ávidos ojos tras las gafas oscuras, recorrían con voracidad el variado lote de cuerpos femeninos esparcidos por doquier.
Mientras observaba todo en detalle, la mente del Dr. Collado no dejaba de pensar en las cosas placenteras que les haría a esas mujeres de contar con la oportunidad. Cosas que el jamás había experimentado con su aburrida esposa, puritana e incomprensiva, pero que solía ver en infinidad de videos por internet. En realidad, ni siquiera estaba tan seguro de poder hacer la mitad de esas cosas, pero lo entretenía mucho imaginarlas.
Lo mismo le pasaba en la oficina con las secretarias más jóvenes. Si bien nunca iba a juntar el coraje necesario para arriesgar su fachada de respetabilidad por una aventura amorosa, su mente no cesaba de soñar en verde.
Tampoco ayudaba mucho a afianzar su autoestima la cuestión del aspecto. La imágen que diariamente le devolvía el espejo implacable del baño, era la de un hombre de mediana edad muy poco atractivo, con un cuerpo de pera que era la antítesis del ideal atlético y una cabeza semi calva con largos mechones de pelo entrecano sobre la oreja izquierda, que cada mañana peinaba afanosamente a través de su calota, en un pueril intento de recrear una cabellera normal.
Eso si, en su trato diario, tanto familiar como profesional, era impecablemente pacato, rígido e intransigente; pretendiendo mostrar al mundo entero una imágen de sí mismo que él sabía muy bien no se correspondía con la realidad.
Como a través de gruesos algodones, le llegó la voz de su mujer que lo llamaba insistentemente. Miró en su dirección y le hizo saber con un ademán que la había escuchado. Caminó con desgano hacia su lado mientras los chiquillos saltaban con alegría a su alrededor. Era tiempo de comprarles algo para comer, asi que los tomó de la mano y sin pronunciar palabra se dirigió resignadamente hacia el puesto de refrigerios más cercano.
Con su mujer apenas si hablaba lo justo y necesario. Nunca había estado enamorado y sospechaba que ella tampoco. Pero tener una familia tipo era muy conveniente para su posición y las apariencias. Tiempo atrás en su relación, habían llegado a un tácito acuerdo de molestarse mutuamente lo menos posible. El proveería el sustento, ella se haría cargo de la casa y la familia. La esporádica intimidad entre ambos era más bien una práctica higiénica que el resultado de una mútua atracción con algo de sentimiento.
El paso de los días contribuyó a establecer una rutina sólida y consistente en los hábitos de los Collado. Playa por la mañana con un almuerzo ligero y helados para los niños. Una siesta reparadora en las primeras horas de la tarde - las peores para la exposición al sol - , y alrededor de las cinco, de vuelta a la playa hasta el crepúsculo. Ducha general en la casa y a vestirse informalmente para cenar y caminar por el centro hasta la medianoche, cuando los niños se caían solos de sueño. En un eventual caso de mal tiempo la alternativa era el salón de juegos electrónicos, cine y una gran dosis adicional de paciencia parental, que parecía estar relacionada en forma directamente proporcional al grado de permisividad con los caprichos de los críos.
Como la gente que veranea en el mar generalmente tiene hábitos bastante costumbristas y sedentarios, una vez que eligen un lugar en la playa, tratan de mantenerlo con unos pocos metros de tolerancia por el resto de su breve estadía. Así, el Dr. Collado después de unos pocos días, conocía con bastante exactitud la ubicación de las más apetecibles féminas a su alrededor. La rubia con tanga violeta, bronceada casi a la perfección. Las dos morochas infartantes – Hermanas o madre e hija, no sabría decir – que jugaban al voley cada tarde logrando que el Dr. Collado invariablemente se babeara el mentón. La niña de quince o dieciséis años que por su fisico impresionante estaba destinada obviamente a las ligas mayores y se veía mortalmente aburrida de veranear con sus padres.¡Y la pelirroja! La reina de la playa que había acaparado su ojo desde el primer momento, con sus curvas imponentes y el casi inexistente traje de baño. Había imaginado tantas escenas con ella, que la mente le daba vueltas, confundida, por tanta variedad y originalidad de posturas. La miraba, como a casi todas las otras, con descarada insistencia y manifiesta calentura.
Era poco probable que desde que llegara, el Dr. Collado hubiese notado alguna vez frente a sí el vasto océano azul. Su otro panorama le resultaba mucho más gratificante. Además, renegaba de la frialdad de las aguas, y sólo se limitaba a mojarse los tobillos cuando a regañadientes vigilaba a sus hijos que jugaban con las olas del mar.
Su mujer, si notaba la hambrienta mirada de halcón de su marido, no se daba por enterada. En tanto, seguía consumiendo hidratos de carbono mientras hojeaba con sumo interés las revistas de chismes faranduleros, que hoy por hoy eran casi el centro de su vida insignificante.
El poco recato en la persistente actitud del Dr. Collado, había logrado que casi todas sus observadas lo fulminaran, de tanto en tanto, con fugaces miradas de visible disgusto, sacudiendo la cabeza con incredulidad ante tal insólito atrevimiento. Aquí, su completo anonimato jugaba definitivamente a favor de su práctica voyeurista.
La única que parecía inmutable ante sus provocadoras miradas de concentrada lujuria, era la monumental pelirroja, que seguía absorbiendo el flujo solar aparentemente ajena y despreocupada de todo lo que la rodeaba.
Pero como todo llega a su fin, el último día de sus vacaciones sorprendió al Dr. Collado con un tinte apenas rosáceo en la piel y un par de kilos más en su cintura. La jornada transcurrió con su rutina inalterada. Por la tarde, afortunadamente soleada y calurosa, éste trató con un gran esfuerzo mental, de grabar a fuego las múltiples imágenes de curvas, glúteos y senos que sus ojos registraban sin pausa.
Al bajar el sol, luego que su mujer lograra convencer con distintas amenazas a los niños para que salieran del agua, todas las pertenencias fueron empacadas y llegó el momento de abandonar la playa.
La señora Collado, con gran espíritu, inició el camino de retorno cargada como un camello, jadeando y profiriendo severas advertencias coactivas para que sus hijos la siguieran. Su marido, bajo el pretexto de asegurarse que no dejaban nada olvidado, se quedó un momento más.
Completó un amplio pantallazo final del paisaje carnal para solaz de sus compungidos ojos. Pero al posar un último vistazo sobre la fastuosa pelirroja, ésta inesperadamente levantó unos impresionantes ojos verdes que perforaron las pupilas del Dr. Collado, quien quedó allí, inmóvil, como hipnotizado.
Con una rapidez increíble, la ninfa miró furtivamente hacia uno y otro lado para asegurarse algo de privacidad, y acto seguido corrió con dos dedos una de las mitades de la parte superior de su diminuta bikini. Un estupendo pezón rozagante emergió brevemente de las vestiduras mientras ella, sin dejar de mirarlo, se pasaba la lengua provocativamente por los labios entreabiertos.
Cuando el agente de policía encontró al Dr. Collado una hora y media más tarde en la playa casi desierta, éste aún permanecía clavado en el mismo lugar, con la boca abierta y un hilo de saliva que se le escurría hasta el pecho. No parecía haber sufrido dolencia física alguna, sin embargo, en el patrullero, balbuceó incoherencias durante todo el camino de vuelta a su hogar.
Vez Primera
Era yo por ese entonces tan jóven y tan curioso
que el enigma femenino se me dió por develar
por muchos lados anduve y al final pude lograr
que me llevaran de farra para dejar de ser mozo
El maestro fue mi tío que me llevó a un burdel
donde mujeres se hallaban listas para la fiesta
fue recuerdo un día lunes a la hora de la siesta
y él jamás había estado en horario como aquel
Me preparó verbalmente antes de la contienda
con un látex empacado y palmadas a la espalda
me vinieron a buscar y me fuí tras de una falda
hacia una puerta roja donde haría mi merienda
Al entrar en la penumbra, sobre sábanas de lino
una fémina me hablaba con voz que yo conocía
pero hasta último instante no supe que era mi tía
y ella tampoco vió ¡Qué el próximo era el sobrino!
que el enigma femenino se me dió por develar
por muchos lados anduve y al final pude lograr
que me llevaran de farra para dejar de ser mozo
El maestro fue mi tío que me llevó a un burdel
donde mujeres se hallaban listas para la fiesta
fue recuerdo un día lunes a la hora de la siesta
y él jamás había estado en horario como aquel
Me preparó verbalmente antes de la contienda
con un látex empacado y palmadas a la espalda
me vinieron a buscar y me fuí tras de una falda
hacia una puerta roja donde haría mi merienda
Al entrar en la penumbra, sobre sábanas de lino
una fémina me hablaba con voz que yo conocía
pero hasta último instante no supe que era mi tía
y ella tampoco vió ¡Qué el próximo era el sobrino!
lunes, 5 de julio de 2010
El Duelo
Buenos Aires, Abril de 1869
Ernesto Agustín Zubizarreta nació y se crió en los pagos de San Antonio de Areco. Hijo único de un acaudalado estanciero bonaerense, al llegar a la adolescencia fue enviado a cursar sus estudios superiores a la Capital Federal, donde funcionaban colegios idóneos para una propicia educación a la europea.
Virgilio Simón Ardula del Cerro, hijo primogénito de un importante político y terrateniente del partido de Luján, compartió una suerte similar a la de Ernesto, después de toda una infancia moldeada con los mejores tutores privados que el dinero podía pagar. Ahora había que pulir ese diamante en bruto y enviarlo a Buenos Aires para completar sus estudios con un nivel acorde a su elevado rango social.
Los muchachos se conocieron en el Colegio Nacional de Buenos Aires, donde, siendo ambos del interior de la provincia y habitantes hasta ese entonces del inmenso campo, trabaron cierta amistad que duró hasta la compleción de sus estudios secundarios a fines de 1868.
A partir de allí, sus caminos tomarían nortes diferentes. Ernesto haría sus estudios terciarios en la Universidad de Córdoba, donde esperaba graduarse de contador para guiar los asuntos financieros de la familia y Virgilio, planeaba quedarse en la Capital donde asistiría a la Universidad de Buenos Aires para obtener un título en Filosofia y Letras. Su ambición laboral era la enseñanaza y su pasión la literatura.
Antes de su separación, los jóvenes, ya conocidos en la elegante sociedad porteña, fueron invitados a una tertulia vespertina en la magnífica casona de la familia de Maria de las Mercedes Barceló.
Merceditas como sus amigos íntimos la conocían, hacía tiempo que estaba en la mira de conquista de Ernesto, quien la invitaba a dar breves paseos por la ciudad y la adulaba constantemente con el afán de ganarse su simpatía y su corazón. Pero Virgilio, quien por decirlo de alguna forma acorde a las costumbres de la época, no gustaba de las damas más que para su agradable y afin compañía, era el mejor amigo de la hermosa jóven.
La tarde del ágape llegó y transcurrió con Ernesto haciendo lo imposible por ganarse la atención de su pretendida, quien prefirió ignorarlo por hallarse muy a gusto acompañada de Virgilio y unas primas, comentando chiquilina y picaramente, las vestimentas de los demás concurrentes a la fiesta.
Al oscurecer y después que Merceditas deleitara a los presentes con tres o cuatro valses interpretados en su precioso nuevo piano de cola, la reunión llegó a su fin y los invitados comenzaron a saludar para despedirse, agradecer a los anfitriones e ir saliendo en ordenada fila hacia la calle.
Los amigos hicieron su retirada juntos. Virgilio con una sonrisa de satisfacción por la hermosa velada pasada y Ernesto muy serio, con el ceño fruncido por la frustración de no haber podido ganarse la atención de la niña en toda la tarde.
Caminaron en silencio por varias cuadras, saludando de vez en cuando a alguna cara conocida, pero al llegar a una esquina desierta, Ernesto se detuvo de repente, tomó del hombro a Virgilio y lo increpó furioso:
- ¿Así es como me pagás todos estos años de amistad, miserable? ¿Manteniéndome alejado de la mujer que amo?
- ¿De qué estás hablando Ernesto? ¿Te volviste loco?
- ¡Ah, loco sí. Pero de furia por tu entrometida actitud! ¿Porqué no dejaste que Merceditas aceptara mis invitaciones a bailar? ¿Porqué tuviste que estar todo el tiempo junto a ella chismorroteando como comadres?
- Pero...¿Te das cuenta de lo que estás diciendo viejo? ¿Vos te creés que yo le llené la cabeza a Mercedes para que no quiera estar con vos? Estás delirando Ernesto. Si ella estuvo conmigo y sus primas, es porque ella lo prefirió así y nada más. Nada de manipulaciones, ¿Me entendés? Yo no tuve nada que ver con su decisión. Ella piensa por sí sola.
Ernesto ciego de ira e impotencia, sacó del bolsillo de la chaqueta un par de guantes de fina gamuza y con ellos azotó la cara del sorprendido Virgilio, mientras daba media vuelta y se alejaba a paso vivo, repitiendo obcecadamente:
- ¡Maldito miserable...!
Virgilio se quedó petrificado unos minutos con la espalda apoyada contra una reja. No podía creer que su amigo lo hubiese retado a duelo por esa nimiedad. Después de un rato, cuando pudo recuperar la compostura, se dirigió lentamente a la habitación que alquilaba como morada.
Un par de días después, recibió la visita de Evaristo Sarlanga, un amigo común que tenían con Ernesto y que había sido designado para oficiar como árbitro del duelo. Ernesto decidiría el día y la hora del enfrentamiento. Quedaba a discreción de Virgilio la elección de las armas y el lugar.
Luego de una breve cabilación y viendo que no tenía escapatoria, el atribulado muchacho se decidió por pistolas y Colonia Casal, una pequeña localidad donde su familia poseía gran cantidad de tierras, cerca de General Villegas, como sitio para la confrontación.
***
Dos semanas más tarde, en una fría y húmeda madrugada de otoño, con una densa niebla elevándose de la tierra como un sudario natural, los protagonistas del duelo, sus padrinos y Evaristo el arbitrador, se hallaban en un pequeño monte de pinos dispuestos a zanjar esa disputa sin sentido de una vez por todas.
Cada duelista se hallaba en la compañía de sus padrinos, guardando cierta distancia del otro grupo y a una indicación del árbitro, se quitaron sus chaquetas, quedando en mangas de camisa, calados hasta los huesos y se acercaron para elegir las armas. Evaristo abrió la tapa de una caja de ebano, tapizada interiormente con un fieltro carmesí, donde reposaban dos pistolones de un solo disparo. Virgilio inclinó la cabeza en silencio hacia su contrincante y éste tomó cuidadosamente una de las pistolas, la cargó y se alejó unos metros.
Quizás fué sólo un chasco de su mente en esa mañana tan fría y a una hora tan temprana, pero a Ernesto le pareció notar que al retirar su arma, Virgilio murmuró unas rápidas palabras al oído de Evaristo y depositó en su mano, al estrechársela a modo de saludo, un apretujado rollo de billetes. Pero todo fue muy fugaz y Ernesto sólo quería lavar lo que consideraba su honor manchado e irse inmediatamente de allí.
Ambos jóvenes se miraron fijamente a los ojos por unos instantes, se colocaron espalda con espalda y con el brazo derecho doblado, sosteniendo la pistola a la altura de sus hombros, apuntando al cielo rojizo del amanecer. Cerraron los ojos y se concentraron en la voz del árbitro seca, lenta y precisa, contando los pasos para tomar distancia de tiro:
- ¡Uno...! ¡Dos...! ¡Tres...! ¡Cuatro...! ¡Cinco...! ¡Seis...!
Para cuando la cuenta llegó a seiscientos veinticuatro, Virgilio ya había traspuesto los límites con la provincia de Santa Fe, desapareciendo, sin que nunca más se volviese a saber de él.
Ernesto Agustín Zubizarreta nació y se crió en los pagos de San Antonio de Areco. Hijo único de un acaudalado estanciero bonaerense, al llegar a la adolescencia fue enviado a cursar sus estudios superiores a la Capital Federal, donde funcionaban colegios idóneos para una propicia educación a la europea.
Virgilio Simón Ardula del Cerro, hijo primogénito de un importante político y terrateniente del partido de Luján, compartió una suerte similar a la de Ernesto, después de toda una infancia moldeada con los mejores tutores privados que el dinero podía pagar. Ahora había que pulir ese diamante en bruto y enviarlo a Buenos Aires para completar sus estudios con un nivel acorde a su elevado rango social.
Los muchachos se conocieron en el Colegio Nacional de Buenos Aires, donde, siendo ambos del interior de la provincia y habitantes hasta ese entonces del inmenso campo, trabaron cierta amistad que duró hasta la compleción de sus estudios secundarios a fines de 1868.
A partir de allí, sus caminos tomarían nortes diferentes. Ernesto haría sus estudios terciarios en la Universidad de Córdoba, donde esperaba graduarse de contador para guiar los asuntos financieros de la familia y Virgilio, planeaba quedarse en la Capital donde asistiría a la Universidad de Buenos Aires para obtener un título en Filosofia y Letras. Su ambición laboral era la enseñanaza y su pasión la literatura.
Antes de su separación, los jóvenes, ya conocidos en la elegante sociedad porteña, fueron invitados a una tertulia vespertina en la magnífica casona de la familia de Maria de las Mercedes Barceló.
Merceditas como sus amigos íntimos la conocían, hacía tiempo que estaba en la mira de conquista de Ernesto, quien la invitaba a dar breves paseos por la ciudad y la adulaba constantemente con el afán de ganarse su simpatía y su corazón. Pero Virgilio, quien por decirlo de alguna forma acorde a las costumbres de la época, no gustaba de las damas más que para su agradable y afin compañía, era el mejor amigo de la hermosa jóven.
La tarde del ágape llegó y transcurrió con Ernesto haciendo lo imposible por ganarse la atención de su pretendida, quien prefirió ignorarlo por hallarse muy a gusto acompañada de Virgilio y unas primas, comentando chiquilina y picaramente, las vestimentas de los demás concurrentes a la fiesta.
Al oscurecer y después que Merceditas deleitara a los presentes con tres o cuatro valses interpretados en su precioso nuevo piano de cola, la reunión llegó a su fin y los invitados comenzaron a saludar para despedirse, agradecer a los anfitriones e ir saliendo en ordenada fila hacia la calle.
Los amigos hicieron su retirada juntos. Virgilio con una sonrisa de satisfacción por la hermosa velada pasada y Ernesto muy serio, con el ceño fruncido por la frustración de no haber podido ganarse la atención de la niña en toda la tarde.
Caminaron en silencio por varias cuadras, saludando de vez en cuando a alguna cara conocida, pero al llegar a una esquina desierta, Ernesto se detuvo de repente, tomó del hombro a Virgilio y lo increpó furioso:
- ¿Así es como me pagás todos estos años de amistad, miserable? ¿Manteniéndome alejado de la mujer que amo?
- ¿De qué estás hablando Ernesto? ¿Te volviste loco?
- ¡Ah, loco sí. Pero de furia por tu entrometida actitud! ¿Porqué no dejaste que Merceditas aceptara mis invitaciones a bailar? ¿Porqué tuviste que estar todo el tiempo junto a ella chismorroteando como comadres?
- Pero...¿Te das cuenta de lo que estás diciendo viejo? ¿Vos te creés que yo le llené la cabeza a Mercedes para que no quiera estar con vos? Estás delirando Ernesto. Si ella estuvo conmigo y sus primas, es porque ella lo prefirió así y nada más. Nada de manipulaciones, ¿Me entendés? Yo no tuve nada que ver con su decisión. Ella piensa por sí sola.
Ernesto ciego de ira e impotencia, sacó del bolsillo de la chaqueta un par de guantes de fina gamuza y con ellos azotó la cara del sorprendido Virgilio, mientras daba media vuelta y se alejaba a paso vivo, repitiendo obcecadamente:
- ¡Maldito miserable...!
Virgilio se quedó petrificado unos minutos con la espalda apoyada contra una reja. No podía creer que su amigo lo hubiese retado a duelo por esa nimiedad. Después de un rato, cuando pudo recuperar la compostura, se dirigió lentamente a la habitación que alquilaba como morada.
Un par de días después, recibió la visita de Evaristo Sarlanga, un amigo común que tenían con Ernesto y que había sido designado para oficiar como árbitro del duelo. Ernesto decidiría el día y la hora del enfrentamiento. Quedaba a discreción de Virgilio la elección de las armas y el lugar.
Luego de una breve cabilación y viendo que no tenía escapatoria, el atribulado muchacho se decidió por pistolas y Colonia Casal, una pequeña localidad donde su familia poseía gran cantidad de tierras, cerca de General Villegas, como sitio para la confrontación.
Dos semanas más tarde, en una fría y húmeda madrugada de otoño, con una densa niebla elevándose de la tierra como un sudario natural, los protagonistas del duelo, sus padrinos y Evaristo el arbitrador, se hallaban en un pequeño monte de pinos dispuestos a zanjar esa disputa sin sentido de una vez por todas.
Cada duelista se hallaba en la compañía de sus padrinos, guardando cierta distancia del otro grupo y a una indicación del árbitro, se quitaron sus chaquetas, quedando en mangas de camisa, calados hasta los huesos y se acercaron para elegir las armas. Evaristo abrió la tapa de una caja de ebano, tapizada interiormente con un fieltro carmesí, donde reposaban dos pistolones de un solo disparo. Virgilio inclinó la cabeza en silencio hacia su contrincante y éste tomó cuidadosamente una de las pistolas, la cargó y se alejó unos metros.
Quizás fué sólo un chasco de su mente en esa mañana tan fría y a una hora tan temprana, pero a Ernesto le pareció notar que al retirar su arma, Virgilio murmuró unas rápidas palabras al oído de Evaristo y depositó en su mano, al estrechársela a modo de saludo, un apretujado rollo de billetes. Pero todo fue muy fugaz y Ernesto sólo quería lavar lo que consideraba su honor manchado e irse inmediatamente de allí.
Ambos jóvenes se miraron fijamente a los ojos por unos instantes, se colocaron espalda con espalda y con el brazo derecho doblado, sosteniendo la pistola a la altura de sus hombros, apuntando al cielo rojizo del amanecer. Cerraron los ojos y se concentraron en la voz del árbitro seca, lenta y precisa, contando los pasos para tomar distancia de tiro:
- ¡Uno...! ¡Dos...! ¡Tres...! ¡Cuatro...! ¡Cinco...! ¡Seis...!
Para cuando la cuenta llegó a seiscientos veinticuatro, Virgilio ya había traspuesto los límites con la provincia de Santa Fe, desapareciendo, sin que nunca más se volviese a saber de él.
Duda Religiosa
La dama le preguntó
al sacerdote en sotana:
“Desde hoy por la mañana
una duda me picó.
Esto no es una afrenta,
sólo es curiosidad
para saber la verdad
sobre su vestimenta”
“Es que al ver la prendedura
en esa sotana tan larga
una alegría me embarga
y mi seso conjetura.
Perdone usted que me meta,
pero tengo mis razones,
¿son todos esos botones
la parte de la bragueta!!??”
al sacerdote en sotana:
“Desde hoy por la mañana
una duda me picó.
Esto no es una afrenta,
sólo es curiosidad
para saber la verdad
sobre su vestimenta”
“Es que al ver la prendedura
en esa sotana tan larga
una alegría me embarga
y mi seso conjetura.
Perdone usted que me meta,
pero tengo mis razones,
¿son todos esos botones
la parte de la bragueta!!??”
sábado, 3 de julio de 2010
Gracias a Dios!
Cuando el porteño Carlitos murió, crepó, espichó, se olvidó de respirar, o simplemente cagó fuego, por supuesto de un infarto, como no podía ser de otra manera con la alimentación carnívora que había seguido por años y años, se elevó a los cielos con cierta dificultad porque hasta el alma tenía gorda.
Llegó a las puertas del paraíso malhumorado por el esfuerzo espiritual y enseguida empezó a putear por lo bajo al ver la fila de almas que había para la Evaluación Final. Se quejó con los que estaban adelante de él y los que venían llegando detrás. Que cómo tratándose del paraíso y con el gentío que se estaba juntando, tenían sólo un Evaluador. Era una falta de respeto para todos los presentes, que aparte de ser finados recientes, sentirse medio aturdidos por la sorpresa y encima estar en pelotas, todavía tenían que esperar de pie a que les tocara el turno para la Entrevista. ¿No les parecía a todos que había que exigir hablar con un supervisor?
Discretamente, un viejito que parecía italiano, le señaló que allí no había supervisor, que estaban a las puertas del paraíso y que el que estaba más adelante haciendo las preguntas era realmente Dios en persona.
Superado por el sólido argumento del anciano, Carlitos sólo atinó a decir, sacudiendo la cabeza incrédulo pero aún disgustado:
- ¡La pucha...! - Pero reponiéndose en seguida, agregó - Igual me parece que esto es un quilombo. ¡Estamos en el cielo, che!
Luego de unos segundos, donde pareció acatar el profundo silencio que prevalecía en la larga fila que marchaba lenta y pacientemente, empezó a mirar inquieto hacia uno y otro lado para ver si encontraba a alguien un poco más receptivo con quien charlar un rato. Una docena de almas más adelante, creyó reconocer a un compatriota por la forma descarada en que éste le miraba la cola a una brasilera que tenía adelante, meneando la cabeza y mordiéndose impotente el labio inferior.
- ¡Flaco! - Llamó ante la mirada incrédula de las almas vecinas - Vos tenés cara de tanguero atorrante. ¿Sos porteño? - Le preguntó mientras adelantaba su posición en la fila, para ponerse al lado del otro y de paso ganarse unos espacios.
El aludido lo miró con sorpresa y enseguida esbozó una amplia sonrisa, respondiendo:
- ¡Bingo! De Boedo. ¿ Y vos?
- De La Boca, pero criado en Barracas. Che, acá Carlitos - Se presentó, para agregar después de una breve pausa - Infarto... - Y señaló su pecho con el dedo, a modo de explicación - ¿Tu gracia...?
- Pelusa, por Maradona. ¿Viste? Yo también llegué a moverla lindo allá abajo. Por acá muerte natural viejo... - Afirmó el otro seriamente.
Carlitos lo miró de arriba abajo, incrédulo ante la aparente saludable imágen que Pelusa presentaba y le preguntó desconfiado:
- ¿Muerte natural? ¿No eras muy pendejo para eso?
A lo que el otro, sumamente divertido por su propia gracia, le respondió risueño:
- ¡Siete puñaladas en un afano! - Y agregó, doblándose de la risa - ¿No era natural que muriera... ajjjajaja?
Festejaron la broma ruidosamente unos momentos y luego Pelusa, recomponiéndose, reflexionó de golpe con seriedad:
- Che, que pedazo de embole que es esto. ¡Qué lentejas son mama mía! ¿No habrá algún tira conocido con quien se pueda acelerar el trámite?
- Hmmm..., no creo - Explicó Carlitos - Un tano por allá atrás, me dijo hace un rato que acá el que corta el bacalao, ¡Es el mismísimo barba!
- ¡No jodas boludo! ¿Denserio? - Soltó Pelusa agrandando los ojos.
- Posta, así que pone cara de huerfanito - Exclamó Carlitos con una sonrisa piadosa, girando los ojos hacia arriba y formando con sus dedos un halo por encima de su cabeza.
Seguidamente y con una actitud totalmente despreocupada y desprendida del lugar y el momento en que se hallaban, hablaron largamente de la procesión de minas que habían pasado por sus vidas, de los autos que habían tenido, comparando modelos, cilindradas y las hazañas amorosas realizadas en sus asientos de atrás. Se pelearon un rato por religión. Discutieron de fútbol. Se quejaron del calor y la humedad, y finalmente, casi terminaron a las patadas al abordar el tema de la política. Las demás almas, desde su silencio respetuoso, los miraban atónitas y quizás con un poco de envidia, por su estado de relajación absoluta ante la inminencia de su Juicio Final.
Así transcurrió todo y nada de tiempo, porque la noción mundana del mismo allí no tenía sentido. Cuando finalmente les llegó el turno, empezaron a codearse y empujarse para ver quien enfrentaba al Supremo primero. Carlitos, haciendo gala de su sobrada actitud de macho que le pone el pecho a las balas, le obsequió de costado a Pelusa la sonrisa ganadora del que maneja cualquier situación y se adelantó para enfrentar a Dios.
El Anciano, de larga cabellera y barba inmaculadamente blancas, con paciencia de milenios, bajó momentáneamente la vista y pareció revisar cuidadosamente un viejo y voluminoso registro, mientras Carlitos esperaba impaciente, parado a su lado.
“La verdad, creí que era mas alto” Penso para sí. “¡Cómo engañan las estampitas!”.
Dios levantó su vista infinitamente cansada de ver pasar tantos ladrones, asesinos, santos, prostitutas, políticos y quien sabe que más. Miró con detenimiento a Carlitos, que ya tenía preparado un discurso como para ganarse dos edenes, y sólo le preguntó:
- ¿Nacionalidad?
- ¿Qu...qué? - Preguntó a su vez el sorprendido porteño.
- Nacionalidad - Repitió Su Voz suave y a la vez omnipotente.
- Ar... Argentino - Contestó desconcertado Carlitos.
- ¿De qué parte, hijo? - Volvió a inquirir el Supremo.
- Porteño... De Buenos Aires, señor. Capital, quiero decir – Y Carlitos ya podía imaginarse acreedor de algún tratamiento especial, por ser oriundo de tan privilegiado lugar del mundo.
- Pués no puedo recibirte ahora, pichón. Quizás más adelante en tu evolución. Deberás volver a la vida en otra forma. Hmmm, déjame ver..., déjame ver... ¿Te gustan los aplausos permanentes? - Preguntó El Señor.
Carlitos se congratuló interiormente pués se notaba que Dios era buen conocedor de la calidad humana. No pudo evitar especular rápidamente sobre su futura vida. ¿Estrella de rock? ¿Famoso pintor? ¿Estadista?... Sólo atinó a contestar, ansioso:
- ¡Si..., si..., claro. Por supuesto!
- Bien, bien... Entonces está decidido. Serás mosquito. Regresa después de tu próxima vida - Sentenció El Hacedor, despachándolo sumariamente con un claro gesto de barrido con el dorso de ambas manos.
Llegó a las puertas del paraíso malhumorado por el esfuerzo espiritual y enseguida empezó a putear por lo bajo al ver la fila de almas que había para la Evaluación Final. Se quejó con los que estaban adelante de él y los que venían llegando detrás. Que cómo tratándose del paraíso y con el gentío que se estaba juntando, tenían sólo un Evaluador. Era una falta de respeto para todos los presentes, que aparte de ser finados recientes, sentirse medio aturdidos por la sorpresa y encima estar en pelotas, todavía tenían que esperar de pie a que les tocara el turno para la Entrevista. ¿No les parecía a todos que había que exigir hablar con un supervisor?
Discretamente, un viejito que parecía italiano, le señaló que allí no había supervisor, que estaban a las puertas del paraíso y que el que estaba más adelante haciendo las preguntas era realmente Dios en persona.
Superado por el sólido argumento del anciano, Carlitos sólo atinó a decir, sacudiendo la cabeza incrédulo pero aún disgustado:
- ¡La pucha...! - Pero reponiéndose en seguida, agregó - Igual me parece que esto es un quilombo. ¡Estamos en el cielo, che!
Luego de unos segundos, donde pareció acatar el profundo silencio que prevalecía en la larga fila que marchaba lenta y pacientemente, empezó a mirar inquieto hacia uno y otro lado para ver si encontraba a alguien un poco más receptivo con quien charlar un rato. Una docena de almas más adelante, creyó reconocer a un compatriota por la forma descarada en que éste le miraba la cola a una brasilera que tenía adelante, meneando la cabeza y mordiéndose impotente el labio inferior.
- ¡Flaco! - Llamó ante la mirada incrédula de las almas vecinas - Vos tenés cara de tanguero atorrante. ¿Sos porteño? - Le preguntó mientras adelantaba su posición en la fila, para ponerse al lado del otro y de paso ganarse unos espacios.
El aludido lo miró con sorpresa y enseguida esbozó una amplia sonrisa, respondiendo:
- ¡Bingo! De Boedo. ¿ Y vos?
- De La Boca, pero criado en Barracas. Che, acá Carlitos - Se presentó, para agregar después de una breve pausa - Infarto... - Y señaló su pecho con el dedo, a modo de explicación - ¿Tu gracia...?
- Pelusa, por Maradona. ¿Viste? Yo también llegué a moverla lindo allá abajo. Por acá muerte natural viejo... - Afirmó el otro seriamente.
Carlitos lo miró de arriba abajo, incrédulo ante la aparente saludable imágen que Pelusa presentaba y le preguntó desconfiado:
- ¿Muerte natural? ¿No eras muy pendejo para eso?
A lo que el otro, sumamente divertido por su propia gracia, le respondió risueño:
- ¡Siete puñaladas en un afano! - Y agregó, doblándose de la risa - ¿No era natural que muriera... ajjjajaja?
Festejaron la broma ruidosamente unos momentos y luego Pelusa, recomponiéndose, reflexionó de golpe con seriedad:
- Che, que pedazo de embole que es esto. ¡Qué lentejas son mama mía! ¿No habrá algún tira conocido con quien se pueda acelerar el trámite?
- Hmmm..., no creo - Explicó Carlitos - Un tano por allá atrás, me dijo hace un rato que acá el que corta el bacalao, ¡Es el mismísimo barba!
- ¡No jodas boludo! ¿Denserio? - Soltó Pelusa agrandando los ojos.
- Posta, así que pone cara de huerfanito - Exclamó Carlitos con una sonrisa piadosa, girando los ojos hacia arriba y formando con sus dedos un halo por encima de su cabeza.
Seguidamente y con una actitud totalmente despreocupada y desprendida del lugar y el momento en que se hallaban, hablaron largamente de la procesión de minas que habían pasado por sus vidas, de los autos que habían tenido, comparando modelos, cilindradas y las hazañas amorosas realizadas en sus asientos de atrás. Se pelearon un rato por religión. Discutieron de fútbol. Se quejaron del calor y la humedad, y finalmente, casi terminaron a las patadas al abordar el tema de la política. Las demás almas, desde su silencio respetuoso, los miraban atónitas y quizás con un poco de envidia, por su estado de relajación absoluta ante la inminencia de su Juicio Final.
Así transcurrió todo y nada de tiempo, porque la noción mundana del mismo allí no tenía sentido. Cuando finalmente les llegó el turno, empezaron a codearse y empujarse para ver quien enfrentaba al Supremo primero. Carlitos, haciendo gala de su sobrada actitud de macho que le pone el pecho a las balas, le obsequió de costado a Pelusa la sonrisa ganadora del que maneja cualquier situación y se adelantó para enfrentar a Dios.
El Anciano, de larga cabellera y barba inmaculadamente blancas, con paciencia de milenios, bajó momentáneamente la vista y pareció revisar cuidadosamente un viejo y voluminoso registro, mientras Carlitos esperaba impaciente, parado a su lado.
“La verdad, creí que era mas alto” Penso para sí. “¡Cómo engañan las estampitas!”.
Dios levantó su vista infinitamente cansada de ver pasar tantos ladrones, asesinos, santos, prostitutas, políticos y quien sabe que más. Miró con detenimiento a Carlitos, que ya tenía preparado un discurso como para ganarse dos edenes, y sólo le preguntó:
- ¿Nacionalidad?
- ¿Qu...qué? - Preguntó a su vez el sorprendido porteño.
- Nacionalidad - Repitió Su Voz suave y a la vez omnipotente.
- Ar... Argentino - Contestó desconcertado Carlitos.
- ¿De qué parte, hijo? - Volvió a inquirir el Supremo.
- Porteño... De Buenos Aires, señor. Capital, quiero decir – Y Carlitos ya podía imaginarse acreedor de algún tratamiento especial, por ser oriundo de tan privilegiado lugar del mundo.
- Pués no puedo recibirte ahora, pichón. Quizás más adelante en tu evolución. Deberás volver a la vida en otra forma. Hmmm, déjame ver..., déjame ver... ¿Te gustan los aplausos permanentes? - Preguntó El Señor.
Carlitos se congratuló interiormente pués se notaba que Dios era buen conocedor de la calidad humana. No pudo evitar especular rápidamente sobre su futura vida. ¿Estrella de rock? ¿Famoso pintor? ¿Estadista?... Sólo atinó a contestar, ansioso:
- ¡Si..., si..., claro. Por supuesto!
- Bien, bien... Entonces está decidido. Serás mosquito. Regresa después de tu próxima vida - Sentenció El Hacedor, despachándolo sumariamente con un claro gesto de barrido con el dorso de ambas manos.
Nueva Era
Yo soy un gaucho moderno
con los nuevos aires voy
a mis costumbres les doy
un toque de buen contrera
ya no escucho chacareras
ahora lo escucho al Pink Floyd
Hasta el potro abandoné
varias veces por el micro
pués todo tiene su ciclo
como también mis riñones
y el galope a sacudones
cambié por un cuatriciclo
Ya no hay mensajes de humo
o advertencias que chiflar
ni palomas pa’ avisar
comunicarse es sencillo
rebusco en mi calzoncillo
donde guardo el celular
Hasta el facón hocicó
con su filo tan cachuzo
una suiza idea se impuso
que es útil como ninguna
muy práctica y oportuna
la navaja multiuso
De que los tiempos cambiaron
este gaucho es un garante
nada es ya como era antes
lo digo sin alharaca
hoy dispués de arriar las vacas
me puse crema humectante...
con los nuevos aires voy
a mis costumbres les doy
un toque de buen contrera
ya no escucho chacareras
ahora lo escucho al Pink Floyd
Hasta el potro abandoné
varias veces por el micro
pués todo tiene su ciclo
como también mis riñones
y el galope a sacudones
cambié por un cuatriciclo
Ya no hay mensajes de humo
o advertencias que chiflar
ni palomas pa’ avisar
comunicarse es sencillo
rebusco en mi calzoncillo
donde guardo el celular
Hasta el facón hocicó
con su filo tan cachuzo
una suiza idea se impuso
que es útil como ninguna
muy práctica y oportuna
la navaja multiuso
De que los tiempos cambiaron
este gaucho es un garante
nada es ya como era antes
lo digo sin alharaca
hoy dispués de arriar las vacas
me puse crema humectante...
viernes, 2 de julio de 2010
Desgracia con Suerte
Leo miraba pensativamente hacia la pared blanca que tenía frente a sí del otro lado de la sala. Tenía el entrecejo arrugado como si estuviera rumiando un gran problema por resolver. No era para menos. Pensaba en todos los trastornos que vendrían de ahora en más. La cuenta del hospital y los mil formularios que tendría que llenar para ver si su seguro de salud iba a reconocer algo de la deuda; los interminables trámites ante la compañía donde había rentado el automóvil que resultara destrozado. Menos mal que por unos pocos pesos más al día, había tomado todos los seguros que le ofrecieron en la agencia para cubrir una eventualidad como ésta. Pero de las denuncias, las declaraciones juradas, los certificados y un sinfin de formularios y planillas a llenar no se salvaba.
Pero ¡Hey! Estaba vivo que no era poco. Eso sí, le dolía hasta el apellido. Tenía el brazo izquierdo roto en cabestrillo, una gran venda en la mitad afeitada de la cabeza que le cubría los veintisiete puntos de sutura recibidos y decenas de moretones azules esparcidos por todo el cuerpo, el más grande de los cuales lo tenía en la parte derecha de la cadera y le molestaba bastante a pesar los analgésicos que le habían suministrado. La ropa que tenía puesta estaba desgarrada en varios lugares y también sucia y manchada.
Su mujer Cristina, no había sido tan afortunada. Aunque ya le habían dicho que se hallaba fuera de peligro había sufrido, como él, múltiples contusiones, pero la falta de una regulación apropiada en su cinturón de seguridad, hizo que su cara chocara con excesiva violencia contra la bolsa de aire. El golpe fue muy fuerte y estaban evaluando su gravedad con varios estudios que le practicaban en ese momento.
Para colmo de complicaciones estaban paseando en Uruguay, donde no conocían a nadie. Leo no quiso avisar a nadie todavía en Buenos Aires para no alarmar de gusto a los familiares de ninguno de los dos, especialmente antes de saber con certeza la seriedad de las lesiones de Cristina.
Sus pensamientos ahora pasaron de la preocupación a la bronca. ¡Que accidente tan estúpido!¡No podía creer que hubiese perdido de esa forma el control del auto! Rebobinó los hechos hasta cuando se dirigía manejando por la ruta once de Canelones a Piriápolis, un trajecto relativamente corto.
Cristina a su lado, como de costumbre hablándole todo el tiempo, le impedía pensar con claridad y concentrarse en el mapa que le indicaba como entrar correctamente para dirigirse a las hermosas playas. “Que tu mamá tendría que iniciar pronto la sucesión de las propiedades, yo no se qué está esperando con la edad que tiene y si pasa cualquier cosa después tendremos que gastar el doble para hacer toda esa papelería con la escribana. Tu hermana, sí, tu hermana, tendría que hablar un poco menos y hacer un poco más, especialmente cuando en las fiestas de fin de año se le va la mano con el vino espumante y despotrica contra todo el mundo, como si ella fuera perfecta, y con los cuernos que tiene la pobre! Y Antonella, ella tendría que dejar a ese muchacho carilindo con el que está saliendo, que no sirve para nada y buscarse alguien más de acuerdo con su condición de estudiante universitaria, que dicho sea de paso, no le va a servir de mucho cuando se reciba porque esa carrera no tiene salida laboral ¿Te fijaste?...” Continuaba Cristina alentada por el silencio de Leo, que ella confundía con atención.
Al llegar a un punto crucial del camino, él le pidió silencio por unos segundos para consultar de reojo el mapa y recibió un severo reto por desviar los ojos de la ruta. Entonces, ambos quisieron apoderarse al mismo tiempo del mapa que se encontraba sobre la consola en medio de los dos asientos y forcejearon por él unos instantes como chiquilines. Cuando Leo levantó la vista otra vez, iban derechito hacia la cuneta de ese lado del camino. Trató de corregir bruscamente la trajectoria del vehículo, pero lo único que logró fue que éste empezara a dar varios vuelcos sobre sí mismo, hasta detenerse con las ruedas para arriba en un pastizal al costado de la ruta. Por suerte nadie mas que ellos se vió involucrado en el accidente. Algún buen samaritano que pasaba llamó a la policía y la ambulancia y ahora allí estaba, en una sala de espera del hospital público de Piriápolis.
Leo se acomodó en la silla lo mejor que pudo, apoyó la cabeza suavemente en el respaldo y cerró los ojos. El efecto de los sedantes se estaba haciendo sentir.
Cuando despertó sobresaltado, pués sintió que alguien le sacudía el hombro con delicadeza, tenía a un médico a su lado. Le tomó unos segundos despejar las brumas de su inconsciencia y enfocar debidamente con los ojos a la figura que estaba parada frente a sí. Escuchó que le preguntaban:
“¿Señor Rodríguez?”
“Si..., si soy yo” Respondió Leo, incorporándose todavía un poco aturdido.
“Quería hablarle de su señora Cristina. No se preocupe porque todo esta bien, no habrá complicaciones en la recuperación de sus lesiones, pero...hay una cuestión que debo comunicarle antes que pueda entrar a verla”
“Escucho” Dijo Leo, ahora totalmente alerta e intrigado por la actitud nerviosa del galeno.
“Bueno, sucede que cuando ella impactó la bolsa de aire con su cara, quizás por un acto reflejo, quizás por el susto, no sabemos, tenía la lengua afuera y ésta fue casi en su totalidad cercenada por sus propios dientes. No pudimos hacer nada para reinsertarla. De ahora en más, ella será muda” Comunicó compungido el doctor.
Leo miró hacia el piso y así permaneció por varios segundos. Después, su cuerpo se sacudió convulsivamente varias veces a intervalos cortos, lo que el médico uruguayo tomó como llanto.
De pronto, se incorporó bruscamente con una sonrisa radiante en el rostro, abrazó al doctor fuertemente con su brazo sano, le plantó un sonoro beso en la mejilla, y empezó a alejarse, casi a paso de baile por el pasillo, mientras le decía por sobre el hombro al médico que lo miraba totalmente desconcertado:
“¡Gracias..., gracias doc! ¡¡Le debo unaaa...!!”
Pero ¡Hey! Estaba vivo que no era poco. Eso sí, le dolía hasta el apellido. Tenía el brazo izquierdo roto en cabestrillo, una gran venda en la mitad afeitada de la cabeza que le cubría los veintisiete puntos de sutura recibidos y decenas de moretones azules esparcidos por todo el cuerpo, el más grande de los cuales lo tenía en la parte derecha de la cadera y le molestaba bastante a pesar los analgésicos que le habían suministrado. La ropa que tenía puesta estaba desgarrada en varios lugares y también sucia y manchada.
Su mujer Cristina, no había sido tan afortunada. Aunque ya le habían dicho que se hallaba fuera de peligro había sufrido, como él, múltiples contusiones, pero la falta de una regulación apropiada en su cinturón de seguridad, hizo que su cara chocara con excesiva violencia contra la bolsa de aire. El golpe fue muy fuerte y estaban evaluando su gravedad con varios estudios que le practicaban en ese momento.
Para colmo de complicaciones estaban paseando en Uruguay, donde no conocían a nadie. Leo no quiso avisar a nadie todavía en Buenos Aires para no alarmar de gusto a los familiares de ninguno de los dos, especialmente antes de saber con certeza la seriedad de las lesiones de Cristina.
Sus pensamientos ahora pasaron de la preocupación a la bronca. ¡Que accidente tan estúpido!¡No podía creer que hubiese perdido de esa forma el control del auto! Rebobinó los hechos hasta cuando se dirigía manejando por la ruta once de Canelones a Piriápolis, un trajecto relativamente corto.
Cristina a su lado, como de costumbre hablándole todo el tiempo, le impedía pensar con claridad y concentrarse en el mapa que le indicaba como entrar correctamente para dirigirse a las hermosas playas. “Que tu mamá tendría que iniciar pronto la sucesión de las propiedades, yo no se qué está esperando con la edad que tiene y si pasa cualquier cosa después tendremos que gastar el doble para hacer toda esa papelería con la escribana. Tu hermana, sí, tu hermana, tendría que hablar un poco menos y hacer un poco más, especialmente cuando en las fiestas de fin de año se le va la mano con el vino espumante y despotrica contra todo el mundo, como si ella fuera perfecta, y con los cuernos que tiene la pobre! Y Antonella, ella tendría que dejar a ese muchacho carilindo con el que está saliendo, que no sirve para nada y buscarse alguien más de acuerdo con su condición de estudiante universitaria, que dicho sea de paso, no le va a servir de mucho cuando se reciba porque esa carrera no tiene salida laboral ¿Te fijaste?...” Continuaba Cristina alentada por el silencio de Leo, que ella confundía con atención.
Al llegar a un punto crucial del camino, él le pidió silencio por unos segundos para consultar de reojo el mapa y recibió un severo reto por desviar los ojos de la ruta. Entonces, ambos quisieron apoderarse al mismo tiempo del mapa que se encontraba sobre la consola en medio de los dos asientos y forcejearon por él unos instantes como chiquilines. Cuando Leo levantó la vista otra vez, iban derechito hacia la cuneta de ese lado del camino. Trató de corregir bruscamente la trajectoria del vehículo, pero lo único que logró fue que éste empezara a dar varios vuelcos sobre sí mismo, hasta detenerse con las ruedas para arriba en un pastizal al costado de la ruta. Por suerte nadie mas que ellos se vió involucrado en el accidente. Algún buen samaritano que pasaba llamó a la policía y la ambulancia y ahora allí estaba, en una sala de espera del hospital público de Piriápolis.
Leo se acomodó en la silla lo mejor que pudo, apoyó la cabeza suavemente en el respaldo y cerró los ojos. El efecto de los sedantes se estaba haciendo sentir.
Cuando despertó sobresaltado, pués sintió que alguien le sacudía el hombro con delicadeza, tenía a un médico a su lado. Le tomó unos segundos despejar las brumas de su inconsciencia y enfocar debidamente con los ojos a la figura que estaba parada frente a sí. Escuchó que le preguntaban:
“¿Señor Rodríguez?”
“Si..., si soy yo” Respondió Leo, incorporándose todavía un poco aturdido.
“Quería hablarle de su señora Cristina. No se preocupe porque todo esta bien, no habrá complicaciones en la recuperación de sus lesiones, pero...hay una cuestión que debo comunicarle antes que pueda entrar a verla”
“Escucho” Dijo Leo, ahora totalmente alerta e intrigado por la actitud nerviosa del galeno.
“Bueno, sucede que cuando ella impactó la bolsa de aire con su cara, quizás por un acto reflejo, quizás por el susto, no sabemos, tenía la lengua afuera y ésta fue casi en su totalidad cercenada por sus propios dientes. No pudimos hacer nada para reinsertarla. De ahora en más, ella será muda” Comunicó compungido el doctor.
Leo miró hacia el piso y así permaneció por varios segundos. Después, su cuerpo se sacudió convulsivamente varias veces a intervalos cortos, lo que el médico uruguayo tomó como llanto.
De pronto, se incorporó bruscamente con una sonrisa radiante en el rostro, abrazó al doctor fuertemente con su brazo sano, le plantó un sonoro beso en la mejilla, y empezó a alejarse, casi a paso de baile por el pasillo, mientras le decía por sobre el hombro al médico que lo miraba totalmente desconcertado:
“¡Gracias..., gracias doc! ¡¡Le debo unaaa...!!”
Mi Pedido
Pido de tí mi capullito en flor
por un poco de alivio a este dolor
que con saña ataca a mi cuerpo
pido que no creas que soy terco
si te ruego consideres mi pedido
y entiendas entonces que he sufrido
por esta extraña postura adoptada
causante que mi gema esté afectada.
Así arriésgome quizás a ser ridículo
al implorarte que retires tu osamenta
pués ella mi suplicio sólo aumenta
por haberme apretado un testículo.
por un poco de alivio a este dolor
que con saña ataca a mi cuerpo
pido que no creas que soy terco
si te ruego consideres mi pedido
y entiendas entonces que he sufrido
por esta extraña postura adoptada
causante que mi gema esté afectada.
Así arriésgome quizás a ser ridículo
al implorarte que retires tu osamenta
pués ella mi suplicio sólo aumenta
por haberme apretado un testículo.
jueves, 1 de julio de 2010
Volver
Miro cansinamente por la ventanilla hacia el paisaje que va pasando furtivo, a gran velocidad en la mortecina luz del atardecer. Verdes planicies, suaves lomas, algunas casas, caminos de tierra paralelos a las vías casi sin tráfico, unos niños dedicados plenamente a su juego, arboledas ralas, perros, puentes, más casas desparramadas... Todo aparece y se pierde casi al instante en la pantalla de mi amplia ventana. Imágenes que se me antojan como flashes de la vida que se pasa casi con la misma inusitada rapidez. Y que, como el tren, no se detiene.
Una ausencia de un cuarto de siglo puede ser mucho o tal vez no tanto. La apariencia de la ciudad cambia. La apariencia de las personas cambia. ¿Cambiarán también los sentimientos? ¿Cambiaron los míos?. Mientras debato estas cuestiones complejamente filosóficas en la decreciente red neuronal de mi seso de hombre maduro, me doy cuanta que estoy muy tenso y ansioso. Claro, estoy llegando al pueblo de mi destino. No sé si aún tengo el derecho de llamarlo mi pueblo, a pesar que nací y me crié en él.
Cuando el tren se detiene con un suave sacudón, bajo a la plataforma con mi mochila y mi bagaje de recuerdos. No sé cual pesa más.
Nadie sabe de mi regreso. Decido caminar un poco porque tiempo es lo que me sobra. Mi paseo por el centro no aporta mucho a mi ánimo. Todo está tan cambiado... Junto coraje y me encamino hacia el barrio de mi juventud. Mi barrio.
Frente a la casa de Nati hay un gran cartel de “Se Vende”. Quién sabe por donde andará la dulce Natalia. Sigo andando absorviendo con la vista cada pared, cada vereda y cada calle. La fachada de la casa de Juancito está tal cual la recordara, pero muy deteriorada. Sabía que él había perdido su trabajo tiempo atrás.
Ahora voy llegando a la esquina donde vivía Ana María, mi primera novia. Como se está poniendo oscuro rápidamente, me quedo contemplándola desde la vereda de enfrente, bajo la sombra protectora del añoso paraíso. Los postigos de la ventana en la planta superior están abiertos y puedo ver una figura a contraluz. No puedo distinguir la cara, pero sí escucho la voz. Es ella. Está discutiendo con su marido. Su timbre tan alegre y vivaz parece apagado, resignado. Se nota que está muy enojada, quizás harta de estar enojada...
Sigo mis pasos cada vez más lentos hasta el frente de la casa en que nací. El pequeño chalet con hermoso jardín al frente ya no existía más que en mi memoria y alguna que otra foto en blanco y negro. Ahora era una casa de dos plantas. Sin jardín pero con un amplio garage.
No me animo a tocar a ninguna puerta. No estoy para nada seguro del resultado. Me doy cuenta que tengo mucho miedo a lo que puedo llegar a encontrar. Después de todo no hace falta más que asomarse a cualquier espejo. Lástima que aún no se hayan inventado espejos para el alma.
No me parece que lo mío sea cobardía. Más bien diría yo miedo a la decepción. Al aniquilamiento definitivo de un hermoso pasado archivado como gratos y preciados recuerdos.¿Será por mi posible decepción hacia los demás o de los demás hacia mí? Otro lindo tema a debatir en el viaje que me alejará de allí para siempre, donde ya no pertenezco. Al final, no voy a necesitar el modesto equipaje que llevo en mi mochila. Ahora sí que apuro el paso. Mi tren de vuelta sale en apenas media hora.
Una ausencia de un cuarto de siglo puede ser mucho o tal vez no tanto. La apariencia de la ciudad cambia. La apariencia de las personas cambia. ¿Cambiarán también los sentimientos? ¿Cambiaron los míos?. Mientras debato estas cuestiones complejamente filosóficas en la decreciente red neuronal de mi seso de hombre maduro, me doy cuanta que estoy muy tenso y ansioso. Claro, estoy llegando al pueblo de mi destino. No sé si aún tengo el derecho de llamarlo mi pueblo, a pesar que nací y me crié en él.
Cuando el tren se detiene con un suave sacudón, bajo a la plataforma con mi mochila y mi bagaje de recuerdos. No sé cual pesa más.
Nadie sabe de mi regreso. Decido caminar un poco porque tiempo es lo que me sobra. Mi paseo por el centro no aporta mucho a mi ánimo. Todo está tan cambiado... Junto coraje y me encamino hacia el barrio de mi juventud. Mi barrio.
Frente a la casa de Nati hay un gran cartel de “Se Vende”. Quién sabe por donde andará la dulce Natalia. Sigo andando absorviendo con la vista cada pared, cada vereda y cada calle. La fachada de la casa de Juancito está tal cual la recordara, pero muy deteriorada. Sabía que él había perdido su trabajo tiempo atrás.
Ahora voy llegando a la esquina donde vivía Ana María, mi primera novia. Como se está poniendo oscuro rápidamente, me quedo contemplándola desde la vereda de enfrente, bajo la sombra protectora del añoso paraíso. Los postigos de la ventana en la planta superior están abiertos y puedo ver una figura a contraluz. No puedo distinguir la cara, pero sí escucho la voz. Es ella. Está discutiendo con su marido. Su timbre tan alegre y vivaz parece apagado, resignado. Se nota que está muy enojada, quizás harta de estar enojada...
Sigo mis pasos cada vez más lentos hasta el frente de la casa en que nací. El pequeño chalet con hermoso jardín al frente ya no existía más que en mi memoria y alguna que otra foto en blanco y negro. Ahora era una casa de dos plantas. Sin jardín pero con un amplio garage.
No me animo a tocar a ninguna puerta. No estoy para nada seguro del resultado. Me doy cuenta que tengo mucho miedo a lo que puedo llegar a encontrar. Después de todo no hace falta más que asomarse a cualquier espejo. Lástima que aún no se hayan inventado espejos para el alma.
No me parece que lo mío sea cobardía. Más bien diría yo miedo a la decepción. Al aniquilamiento definitivo de un hermoso pasado archivado como gratos y preciados recuerdos.¿Será por mi posible decepción hacia los demás o de los demás hacia mí? Otro lindo tema a debatir en el viaje que me alejará de allí para siempre, donde ya no pertenezco. Al final, no voy a necesitar el modesto equipaje que llevo en mi mochila. Ahora sí que apuro el paso. Mi tren de vuelta sale en apenas media hora.
Amigo
En una tarde cualquiera
sin aparente razón
me sale del corazón
el pensar en mis amigos
que no son muchos, les digo
pero sí de lo mejor
Más a modo de preludio
en tema tan delicado
debe ser organizado
el orden del pensamiento
para que mi sentimiento
sea bien interpretado
Todo se mezcla hoy en día
estamos muy confundidos
no le damos al amigo
su crédito en la verdad
y creemos que amistad
es tener un conocido
El amigo es comprensión,
desinteres, hermandad,
sacrificio y lealtad
su compañía es inmensa
no espera más recompensa
que continuar la amistad
Tener a un amigo cerca
es la mejor situación
más si en alguna ocasión
ya no está o se halla ausente
estará siempre presente
guardado en el corazón
La amistad es cosa seria
no es relación casual
es vivencia sin igual
son almas que se entrelazan
son destinos que se abrazan
desde el principio al final
Y siguiendo con el hilo
de este pensar que me aflige
quiero que en esto se fije,
amigo es hermano a muerte
no hermano que toca en suerte
sino hermano que se elige
sin aparente razón
me sale del corazón
el pensar en mis amigos
que no son muchos, les digo
pero sí de lo mejor
Más a modo de preludio
en tema tan delicado
debe ser organizado
el orden del pensamiento
para que mi sentimiento
sea bien interpretado
Todo se mezcla hoy en día
estamos muy confundidos
no le damos al amigo
su crédito en la verdad
y creemos que amistad
es tener un conocido
El amigo es comprensión,
desinteres, hermandad,
sacrificio y lealtad
su compañía es inmensa
no espera más recompensa
que continuar la amistad
Tener a un amigo cerca
es la mejor situación
más si en alguna ocasión
ya no está o se halla ausente
estará siempre presente
guardado en el corazón
La amistad es cosa seria
no es relación casual
es vivencia sin igual
son almas que se entrelazan
son destinos que se abrazan
desde el principio al final
Y siguiendo con el hilo
de este pensar que me aflige
quiero que en esto se fije,
amigo es hermano a muerte
no hermano que toca en suerte
sino hermano que se elige
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